En Budapest, la caritativa con las monjas de Madre Teresa enseña la necesidad de ser salvados.

El verano pasado, las monjas de Madre Teresa me contaron haber “descubierto” un hospital para los sintecho, donde llevaban para los cuidados de emergencia a las personas que las ambulancias habían recogido por la calle, desmayadas o moribundas. Allí habían encontrado un viejo conocido suyo, Andras, ex-jefe gitano ya tocado por los años y por el consumo masivo de alcohol y tabaco, que desde algún tiempo había desaparecido de la calle, y por tanto de su radar. En aquel momento, estaba buscando nuevas posibilidades de caritativa para proponerlas a nuestros jóvenes, así que me mostré interesado y pedí a las monjas poderlas acompañar para ver de qué se trataba.

Así, el sábado siguiente fuimos juntos a ver a Andras. A la entrada del hospital, un viejo edificio al lado del ferrocarril re-acondicionado por el Ayuntamiento, nos encontramos a un gran número de pacientes en silla de ruedas que han salido a tomar el aire. Me impacta enseguida la cantidad de personas con las extremidades amputadas por las congelaciones o la diabetes. Para subir al tercer piso, donde está ingresado Andras, empleamos un montón de tiempo porque las hermanas se paran a saludar a todos y a conocer gente nueva. Se miran alrededor con los ojos brillantes y entusiastas, parecen personas golosas en una pasteleria, adolescentes que hacen compras en las calles de la moda: solo que la fuente de su alegría, en este mar de humanidad herida por la miseria y la marginación, es la presencia reconocida y amada de Cristo sufriente. Encontramos después a Andras, que nos cuenta de sus tres esposas y de sus tatuajes. Las monjas lo miman como a un niño, le cortan las uñas, lo llevan a pasear en el patio y le compran cigarrillos de su marca preferida. Desde entonces, cada vez que lo vamos a ver, yo también le llevo un paquete de cigarrillos. Rezamos juntos. Siempre está contento de vernos.

En otoño, el buen diácono Michele, un grupo de amigos del movimiento y yo hemos empezado a ir regularmente a caritativa en el hospital de los sintecho. Al comienzo ibamos a ver a Andras y sus compañeros de habitación, después hempos conocido otros pacientes del pabellón y ahora cada domingo visitamos una docena de enfermos. Llevamos algún dulce y nos paramos a charlar con ellos. Marika me ha pedido una biblia, otros han querido confesarse y recibir la Eucaristía. Zoltan, que lleva ciento setenta lanzamientos en paracaídas, se conmovió cuando le hicimos escuchar la música de My fair lady, un viejo musical de losaños sesenta que recordaba con nostalgia. Me impresiona siempre la abertura de estas personas. Cuando están lejos del alcohol, manifiestan una gran humildad, sencillez y el deseo de estar con nosotros. Abandonados y rechazados por todos, están visiblemente agradecidos de ser mirados y tratados como personas. Realmente los mendigos son nuestro maestros en aceptar y acoger la necesidad que tenemosde ser salvados, de ser mirados no según los innumerables fallos, la heridas de nuestra vida si no con el amor infinito de Cristo que, sufriente y rechazado, se identifica con ellos. Como nos han enseñado las Misioneras de la Caridad, esta mirada puede nacer solo de la contemplación. Así también nosotros, cada domingo, intentamos vivir un afecto nuevo, que nace de la fe y no de los criterios del mundo, agradecidos por la existencia de estos hermanos nuestros que encontramos hoy y que deseamos abrazar, cuando llegará el fin, en la casa del Padre.

 

Alessandro Caprioli es vicario de Krisztus Kiraly y capellán de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica en Budapest, Hungría. En la imagen, durante un Vía Crucis junto con jóvenes.

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