En la película Salvar al soldado Ryan se observa una metáfora interesante de la vocación. Un grupo de soldados, guiados por el capitán, es enviado a la guerra para salvar a un tal Ryan, un soldado como otro cualquiera. Del mismo modo, toda mi vida ha sido sostenida por una compañía guiada por Uno que buscaba mi salvación, Cristo. Ha usado a muchos «soldados» y esta compañía ha ido siendo cada vez más numerosa. Ha usado los rostros de mi familia, la comunidad de Comunión y Liberación de Chiavari, de donde soy, y el colegio Maria Luigia, que me ha educado; la compañía de Gioventù studentesca, bajo la guía de don Pino de Bernardis, y aquel grupo de miles de jóvenes que se reunía cada año con don Giorgio Pontiggia; la compañía de todos los amigos cercanos, también aquellos alejados de la fe, porque cada íntimo amigo es parte del rostro de Cristo, del verdadero y gran amigo íntimo. Tras los años de la universidad, un periodo turbulento con respecto a mi fe, de nuevo la compañía de Cristo me salvaba a través de una nueva comunión de amigos en los primeros años de trabajo en Milán. Nos veíamos cada semana, con muchísimas ganas de estar juntos, para confirmar la decisión que habíamos tomado como amigos: «A pesar de nuestras traiciones, de nuevo queremos apostarlo todo por Cristo».
Volviendo a la película, cuando el grupo por fin encuentra al soldado, hay una batalla y el capitán recibe una herida mortal. Sus últimas palabras son para Ryan: «Que este sacrificio no sea vano». Cristo, al salvarnos mediante la compañía, siempre da una tarea: la vocación. Y la tarea siempre conlleva este rasgo: «Que este sacrificio no sea vano». En estos años de seminario, cada vez me parece más evidente que mi vocación se fundamenta en el sacrificio de otros. En efecto, sin el sacrificio de los santos en la historia de la Iglesia, ¿cómo habría podido recibir esta responsabilidad? Sin el sacrificio de quien ha dado la vida en el movimiento y en la comunidad donde he crecido; sin los sacrificios de mi familia, de los profesores que me han educado, de los sacerdotes que me han acogido −muchos, pero especialmente Silvano Seghi, Antonio Anastasio, y aún más, los formadores del seminario−; sin el sacrificio de los que han dejado que me fuera queriendo mi bien más que el suyo. Descubrimos la tarea en ese rostro: el rostro del sacrificio, el rostro de Cristo que se ha hecho cercano. Es un rostro fascinante. Dice siempre lo mismo: «Ven conmigo».
La tarea siempre conlleva este rasgo: «que este sacrificio no sea vano»
Al menos tres veces ha querido dirigirse directa y potentemente a mi corazón. En los años de bachillerato, en el Meeting de Rímini, mientras veía el vídeo de una entrevista de Red Ronnie al pintor William Congdon, algunas palabras me atravesaron el corazón. Decía Congdon en los últimos meses de su vida que solo pintaba barcas abandonadas. «Yo soy esa barca», afirmaba. Decía que el abandono era precioso porque era la última y radical compañía, la compañía de Cristo. Entonces me dije: «Yo también quiero abandonarme a Cristo». El segundo momento es de hace unos años. Estaba viendo una película sobre san Francisco. En una escena en la que sus amigos dejan la vida que llevaban para seguirlo, otra vez recuerdo que pensé: «Yo también quiero abandonarme a Cristo». Y la última vez, la más difícil, años más tarde, fue cuando pensé que por fin había encontrado mi camino. Era todo precioso, pero yo no estaba en paz. Tuve un periodo de crisis, de confusión e indecisión. En ese tiempo leí un libro, Ante todo hombres, que hablaba de sacerdotes, llamados a dejarlo todo por Cristo. Una vez más, aquel pensamiento: «Yo también quiero abandonarme a Cristo». La compañía que me ha salvado me ha dado una tarea. Esta tarea es mi alegría. Ahora, sabiendo que me acerco a la ordenación, recibiré el regalo de los regalos: poder vivir cada día en el altar el sacrificio de Aquel que ha muerto por mí. Gozar cada día de mi tarea, es decir, ponerme manos a la obra por Él.