Cuando pienso en el Paraíso, siempre lo imagino como un lugar donde cada vínculo establecido durante la vida terrenal se mostrará en todo su valor, y todo lo verdadero que se haya vivido con cualquier persona volverá a afirmarse para siempre en la vida, ya no estará sujeto a la corrupción, a los límites del espacio y del tiempo. Don Giussani en ¿Se puede vivir así? habla del valor de un sacrificio hecho por mí en Italia que – justo por ser ofrecido a Dios – puede ayudar ahora los hombres en Japón. Pienso que en el Paraíso me daré por fin cuenta de la importancia real de tantas personas que me han acompañado en mi camino terrenal, aun habiendo tenido pocas posibilidades de compartir físicamente el tiempo conmigo. Como muestra bien la película muy laicista “Still life”, hay una trama de relaciones que ya en la tierra va más allá de la muerte y que en el Cielo se mostrará en todas su benéficas y tenaces ramificaciones. Es lo que la Iglesia llama “comunión de los santos”.
Hay algunos episodios de mi misión con los universitarios de Bolonia que quiero recordar al respecto. Parece paradójico, pero en los últimos años algunos chicos se han unido a nuestra comunidad solo después de la muerte. Me explico. Todo empezó en febrero de 2011: un joven drogadicto es encontrado muerto por sobredosis en los servicios de la Facultad de Letras. Los estudiantes de la comunidad de CL se preguntan qué hacer. Inmediatamente pensamos en escribir un juicio en un panfleto, mientras en la ciudad se enciende el debate sobre las personas sin hogar que frecuentan los pasillos de la universidad con el consecuente problema de seguridad. Con los chicos, con el tiempo tomamos conciencia de la tarea aún mayor que nos toca como comunidad cristiana en aquel ambiente: rezar por el fallecido – honrar su alma y acompañar su alma al Cielo – y acompañar a la familia, a la que sin embargo no logramos localizar.
No pasa mucho tiempo y otro dramático episodio nos hace volver sobre este descubrimiento. Una tarde un chico se tira del cuarto piso de las escaleras de incendio de la Facultad de Matemáticas.
Todos quedan turbados. El día siguiente, la noticia del suicidio llena los periódicos: se hubiera licenciado una semana más tarde. Mis amigos esta vez logran hacerse con el teléfono de la familia. Responde la novia: la invitamos, junto con la familia del chico, a la misa semanal del CLU que hubiera celebrado en sufragio el día siguiente. Inesperadamente aceptan la invitación: acabada la misa logro conocerles y darles el pésame. Están sorprendidos: más de trescientos jóvenes a misa en un día laborable que rezan por su hijo sin haberlo conocido nunca. ¡Nunca vivieron nada similar! Antes de Pascua dos de nosotros, que habían estado también en el funeral, van después a su casa a visitar la familia y les llevan de regalo el póster de CL.
Algún tiempo después, una profesora de Lenguas contacta con un chico del movimiento de CL que frecuenta aquella facultad, comunicándole la muerte improvisa de un estudiante. También en este caso, la invitamos a la misa del martes. Antes de empezar la celebración, saludo a la profesora y a los padres, sentados en la primera fila de una iglesia llena a rebosar de coetáneos del difunto. La mayor parte no lo han conocido nunca, sin embargo rezan por él: “Yo no lo había visto nunca – me ha escrito un estudiante – pero me he movido porque la noticia, a través de un correo electrónico de aquella profesora, me ha llegado y me he sentido interpelado personalmente: delante de la muerte, ¿qué puede aguantar? ¿Qué esperanza hay, para ellos y para mí?”.
La vida nos ha vuelto a plantear estas preguntas muchas veces: y son muchos los lazos estrechados en estos años con amigos desconocidos, los encuentros que podríamos contar. He aquí, yo pienso que en el Paraíso estos amigos “de la última hora” nos vendrán al encuentro, quizás agradeciendo las oraciones, curiosos de conocer por fin la gran multitud de santos de todos los tiempos a los que nuestra oración les ha unido.