El milagro del regreso a Dios a través del perdón: Don Carlo, párroco de Budapest, cuenta la historia de István, huésped de las hermanas de la Madre Teresa.

“Welcome, father!”.  La hermana Josephine me saluda en la puerta de la casa de las Misioneras de la Caridad. Como cada sábado, vengo a darles una pequeña catequesis a los huéspedes de las monjas. Nos encontramos en el comedor: saludos, apretones de manos, un café. Después rezamos juntos y leemos el evangelio del día siguiente.

Mientras entramos en el edificio, la hermana Josephine me habla de István: “Desde hace meses lo estamos preparando para ser católico: fue bautizado en una iglesia calvinista, ahora conoce nuestra fe. Pero aún no ha decidido… ¿Podrías hablar con él después de la catequesis? En caso de que quisiera confesarse…”.

Entro al comedor, donde me esperan siete personas y una taza de café. Después de la lectura del evangelio, conversamos. Cada uno cuenta algo, comparte con los demás lo que las palabras leídas suscitan en él. También István habla. De vez en cuando divaga un poco. Los compañeros lo traen de vuelta al orden de una manera firme pero cariñosa. Él frunce el ceño con cejas tupidas, luego extiende los brazos y me mira sonriendo, como diciendo: “¿Qué puedo hacer? Soy un genio incomprendido”.

Esta pequeña escena me conmueve. Tengo frente a mí personas que tienen a sus espaldas historias durísimas: una vida ordinaria, a veces feliz. Y luego sucede algo por lo que la situación se precipita. Son alejados de sus familias, rechazados por la sociedad: es un hundimiento lento en las arenas movedizas de la vida en el camino de la violencia y el alcohol.

En un momento dado, de repente, una luz rasga las tinieblas: un sari blanco con una banda azul, una mano que acoge, un rostro que sonríe, un amor que se inclina sobre sus heridas. Son acogidos, encuentran una casa. El amor de Dios los alcanza a través de quien ha prestado a Jesús sus ojos para mirarles, sus manos para curarles, su voz para confortarles.

Así István puede sonreír cuando los compañeros le interrumpen. Hace unos pocos meses, tal vez, por mucho menos de esto hubiera habido puñetazos y puñaladas. Ahora en cambio son sonrisas, y una ironía benévola que abraza y perdona.

Acabada la catequesis, la hermana Josephine invita István a un coloquio personal conmigo. “También puedes confesarte, si quieres” le dice. István responde inmediatamente que sí, que lo quiere. La hermana Josephine está radiante.

Subimos las escaleras y, pasando frente a la capilla, nos arrodillamos. A punto de entrar en la sacristía donde hay un pequeño confesionario, se asoma una monja africana por la puerta de la clausura. Nos mira, sonríe y exclama: “Wow, father! You caught the big fish!”. “¡Atrapaste al pez gordo!”. Me viene a la cabeza Manzoni: «No son peces que se capturen todos los días, ni con todas las redes». Es así: István está dulcemente atrapado en una red hecha de amor, de compartir, de gratuidad. Una red que me cautiva también a mí.

La espera, las ansias, la alegría de las dos hermanas es sólo un reflejo de aquel gran gozo del reino de los cielos, donde Dios y sus ángeles, María y los santos, se conmueven cuando un hijo vuelve a la casa del Padre.

Después de la confesión salimos de la sacristía. La hermana Josephine, en el pasillo, me mira con ansiedad. Le hago una señal de “sí” con la cabeza. Las palabras no sirven. Su boca se abre en una sonrisa maravillosa. “¡Bienvenido, hermano!, dice a István, “ahora puedes tomar la comunión”. ¡No pierden tiempo, estas monjas!

Entramos en la capilla, quedamos unos momentos de rodillas, rezamos juntos. Después me levanto, voy al tabernáculo y le doy la comunión a István.

Un silencio profundo nos envuelve, rezamos conmovidos, dejándonos abrazar por el Señor que nos alcanza a cada uno de nosotros en esa pequeña capilla y nos hace colaboradores y espectadores de los milagros que obra en la vida de sus hijos.

 

Los nombres en el artículo son ficticios.

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