En 1983, durante la vigilia de Nochebuena en Carate Brianza (Italia), un empresario, dueño de un negocio de zapatos de diseño, le decía a un amigo suyo que buscaba a alguien para abrir una tienda en Nueva York. Entre la muchedumbre, el amigo indicó a un joven: «¿Por qué no se lo pides a él?». Aquel joven, Luigi, era mi padre. Seis meses después partía hacia una nueva aventura americana, con el deseo de llevar al mundo la experiencia de vida cristiana del movimiento de Comunión y Liberación. Llegó en barco a Nueva York sin apenas saber inglés, pero deseoso de conocer a otros jóvenes trabajadores. Con ellos empezó una Escuela de Comunidad, con el apoyo del cardenal O’Connor. Poco tiempo después, también mi madre, Suzanne, americana, conoció a este grupo que se reunía semanalmente. Le sorprendió tanto la autenticidad de aquella amistad que desde entonces no les dejó nunca más.
Así, desde que mi padre se fue de Italia con 22 años, se ha ido desarrollando una historia de la que también ha nacido nuestra familia hasta llegar a mí. Tras uno años en Nueva York, nos mudamos a Washington DC. Allí, la comunidad que, por gracia, me había acompañado desde que era niña se convirtió en una compañía mucho más estrecha a través de los rostros que conocí en GS y en el CLU. Esta historia continuó con mi marcha también a los 22 años, esta vez en dirección contraria, atravesando el Atlántico para entrar en la Casa de formación de las Misioneras de la San Carlos en Roma en el 2012.
¿Qué sucedió para que “volviese” a Italia? Esta decisión fue madurando mientras estudiaba la carrera de Historia y lenguas extranjeras en una gran universidad pública, la University of Maryland, en College Park. Fueron años intensos de encuentros con personas de todo tipo. También fue un tiempo dramático, en el que, por primera vez, tomé conciencia del inmenso sufrimiento que se genera en una cultura que vive sin Cristo, y, en consecuencia, que vive sin sentido y sin un amor que dure. Al mismo tiempo, cada vez era más consciente de la gratitud por haber recibido todo de las manos de un Padre bueno y de ser amada profundamente desde el origen de mi existencia. ¿Cómo no desear que también mis amigos pudieran vivir el mismo amor? ¿Cómo no querer ofrecerme por entero para ir al fondo de este amor y darlo a conocer a todos?
Al mismo tiempo, era totalmente consciente de que yo no podía salvar a nadie, es más, en mi soledad me habría perdido también a mí misma. Por eso necesitaba una casa que custodiase e hiciese estables y constructivos mis deseos más grandes. Con gratitud, reconocí en las Misioneras la casa que había sido preparada desde siempre para mí, donde el ofrecimiento de mi vida, aunque pobre y frágil, podía convertirse en roca que permitiese la construcción del hogar de Cristo en el mundo. Entendí que lo más decisivo no era el continente en el que me encontrara, sino estar donde Él me llama ahora.
Hoy, al profesar los votos, estoy llena de gratitud por toda la historia que me precede, iniciada mucho antes de mi nacimiento. Deseo abandonarme a Dios, convencida de que llevará a cumplimiento aquello que ha iniciado en nosotros (cfr. Fil 1,6).
Misioneras / Una casa preparada desde hace tiempo
La historia de la vocación de Clara, una de las Misioneras de San Carlos, que pronunció los votos definitivos el 25 de marzo, en Roma.