Cuando llegamos a Boston, hace tres años, la parroquia estaba en dificultad: el sacerdote que nos había precedido era anciano y estaba enfermo, había estado aquí más de veinte años y había visto la rápida decadencia de una comunidad que era la segunda o la tercera, en términos numéricos, de toda la diócesis de Boston. En los últimos años había hecho lo que había podido, justo lo indispensable para mantener viva la comunidad. No hemos empezado por “grandes proyectos”, sino más bien intentamos construir sobre lo que existía y sobre lo que la Iglesia propone desde siempre como caminos para hacer florecer la experiencia cristiana: sacramentos, oración, vida en común.
Por ejemplo en Cuaresma hemos reintroducido el Vía Crucis, que desde hace tiempo faltaba, y preparado cuidadosamente los momentos centrales del año litúrgico. Hemos vuelto a proponer con simplicidad y claridad la invitación al sacramento de la reconciliación, incluso con momentos comunitarios. Con la ayuda de dos amigos italianos, Gabriele y Miriam, hemos devuelto orden y vida a los cantos, sobre todo como participación de la asamblea en la liturgia y no simplemente como un “momento de escucha”. Han sido suficientes estas sencillas cosas para hacer contentas a las personas de la parroquia y que estuvieran agradecidas. Incluso por lo que se refiere a la confesión, hemos visto los efectos positivos de estar a disposición de la gente, deseosos de vivir aquel sacramento como un don que Cristo, a través de nosotros, ofrece a su pueblo.
Yo me he ocupado sobre todo de la catequesis. América es un lugar donde es importante que “la maquina funcione correctamente” y produzca los resultados deseados. Así era también para la catequesis cuando he llegado; estaban todos los elementos necesarios: las clases y los profesores, los programas, los libros, etc. Los chicos se preparaban para los sacramentos pero después, como lamentablemente sucede un poco en todas partes, desaparecían. De hecho, nunca habían entrado verdaderamente en la vida cristiana. La mayor parte de las familias envía a los hijos a la catequesis pero no asisten regularmente a misa. En estos tres años, trabajando junto con Mary Grace, una profesora de la escuela secundaria, hemos intentado implicar cada vez más a las familias, proponiendo la catequesis como experiencia de fe para todos y no solo para los chicos. Hemos invitado a las familias a algunos momentos sencillos, como la procesión del Domingo de Ramos, donde los niños llevan a misa las cajitas con el dinero fruto de las florecillas de la Cuaresma, para después proponer algún encuentro de “catequesis” también a los padres. Todos los domingos paso una breve visita a todas las clases de catequesis: intercambio algunas palabras con los niños, hago alguna pregunta, les invito a prestar atención a los momentos litúrgicos que estamos celebrando o a los sacramentos que están a punto de recibir. Y me doy cuenta cada vez más de cómo de importante es la presencia, estar: si te haces ver, por los chicos pero también por los adultos al final de la misa, ellos empiezan a entender que no son parte de un “programa” o de un “rito”, sino de una vida, de una comunidad.
Tenemos bastantes funerales en nuestra parroquia, un promedio de dos por semana. Hoy he celebrado uno en el que ha participado muchísima gente: era una señora de 54 años, Anne Marie, muerta de cáncer. Son momentos dramáticos, no es sencillo estar frente al misterio de la muerte y del dolor: pero estoy descubriendo el enorme valor y la dramática belleza de devolver al Padre celestial un hijo o una hija. Son momentos que me obligan a ir más allá de la rutina de la vida para mirar a la cara el Misterio de Dios que se hace vida más allá de la muerte. Aunque no conozco a la mayor parte de las personas que acompaño en su último viaje terrenal, el funeral es una ocasión de encuentro con cada una de ellas, un momento en el cual no puedo ser banal en lo que digo, una circunstancia en la que estoy llamado en causa directamente con mi fragilidad y mi ser criatura del Padre. Las palabras que digo no pueden ser las mías: de hecho no hay palabras humanas para estar frente a la muerte. Está sin embargo la palabra de Dios, meditada y vivida por la Iglesia en la liturgia y en la oración. El funeral es también un momento importante de encuentro con las familias y la gente: aún está la tradición de invitar a los amigos a comer después de la ceremonia fúnebre, son momentos breves que de todos modos permanecen en la memoria. A menudo esta es la única forma de contacto con la Iglesia, junto con el bautismo, que le queda a la gente: durante las vigilias, es evidente como las personas se sienten apuradas al estar frente a la muerte y como, al mismo tiempo, buscan una respuesta, una certeza.
Unos de los encuentros más significativos que he hecho en estos años a través de la parroquia ha sido con Marie Bolger, una señora de Boston de cerca 60 años de edad que viene a confesarse regularmente. Marie se rompió la columna vertebral en el trabajo hace unos veinte años y, desde entonces, ha sufrido todo tipo de problemas de salud. Ha estado alejada de la Iglesia por bastante tiempo, pero hace diez años se ha vuelto a acercar a la fe. Cuando nosotros hemos llegado a St. Clement, también ella se había mudado hace poco a la zona con su marido, pues habían tenido que vender la casa en propiedad. Marie pasa sus días entre una cita con el doctor y una visita. No ha estudiado, es una persona sencilla, pero tiene un afecto por Cristo y la Iglesia que es de gran enseñanza para mí. Me sorprenden sus juicios, llenos de autoridad como los que he aprendido en la Fraternidad y en el movimiento: su forma de vivir la fe con deseo y simplicidad ha permitido a Dios construir en ella un corazón arraigado en Cristo. “A veces pienso en qué bonito va a ser ver el rostro de Jesús”, me dice a menudo. Y lo dice con toda la concreción de un amante que busca el rostro amado. Ella me da siempre las gracias por nuestros encuentros y coloquios, sobre todo porque, como sacerdote, le llevo el don de la misericordia del Padre en la confesión: yo le respondo que le debo agradecer yo por el don que me hace de su fe sencilla y de su amistad.
En la foto: Paolo Cumin con algunos chicos de la comunidad parroquial de St. Clement, en Boston.