No hablaba con él desde hacía semanas. Después, un día, un número desconocido. El cuñado de Juan José me dice que mi amigo está en el hospital, en la UCI. La situación es seria: está en peligro de muerte. El capellán del hospital lo visita y le lleva la unción de enfermos. Un amigo enfermero, que trabaja en la sección, unos días más tarde me dice que la situación está mejorando. Pero algo funciona mal en el cuerpo de Juan José. Su cuñado, después de un par de semanas, me llama para decirme que queda poco para el final. Con la ayuda del capellán del hospital de Fuenlabrada, consigo ir a despedirme. Don Antonio, antes de entrar, me pone la estola, la bata y los guantes estériles, protocolo indispensable para visitar a un paciente, aunque no sea un enfermo de Covid. Entro y lo llamo por su nombre: «¡Juan José!». Sus ojos se abren. Es una simple reacción, pero los médicos dicen que está en coma. Con la ayuda del capellán, le doy la extremaunción. Le rocío con agua bendita, pronuncio la fórmula de la absolución general en caso de muerte inminente, después le unjo la frente y las manos con el santo óleo. Terminado el rito, me acerco y le susurro pocas palabras: «Te saludan Stefano, Beppe y Tommaso. Te he dado la bendición de Dios y cuando veas a Jesús salúdale de mi parte». Saliendo, le digo al capellán: «Ya verás, morirá mañana, en las primeras vísperas de la Asunción». Me equivoqué por unas pocas horas: Juan José muere el día de la Asunción de María, el 15 de agosto. Había nacido el 13 de mayo, el día de la Virgen de Fátima. Tenía una gran devoción hacia María y muchas veces se quedaba en la Iglesia rezando, hablando con Ella cuando todos habían salido después de la misa. Juan José había tenido una vida difícil. Diez años antes, la mujer lo había dejado por otro hombre, después lo despidieron del trabajo. De un día a otro se había visto en la calle. El único consuelo que le había quedado había sido el vino. Una vez, me enseñó una foto suya de quince años antes. Estaba con su madre: «Pesaba 120 kilos y tenía una gran sonrisa», me había dicho. En aquel momento, no pesaba más de 60 y la mayor parte de los dientes se le habían caído por la piorrea.
Pero Juan José era mi amigo. Con discreción, me pedía una bolsa donde metía comida y un bote de Nutella, que le encantaba. Cuando se la daba, me decía: «Padre, que Dios le bendiga». Una vez, el panadero le había preparado algunos panecillos blandos, para que pudiera masticarlos con sus dientes. Le dije: «Acuérdate de él en tus oraciones». Y él, al cabo de unas semanas, me había confesado: «Rezo todos los días por el panadero».
Me llamaba para preguntarme cómo estaba, para hablarme de sus hijas, de su vergüenza por mostrarse tan reducido, de sus intentos por encontrar un trabajo y el deseo de levantar cabeza, a pesar de los golpes de la vida. Era una presencia discreta en nuestra comunidad. No faltaba a una misa dominical. A veces lo veíamos durante toda la semana. A pesar de ser cojo (tenía un pie lleno de llagas por la diabetes), siembre se arrodillaba cuando recibía la comunión.
Un día, durante una de nuestras discusiones sobre deporte, me dijo: «Padre, Dios es del Real Madrid». Yo soy del Atlético, el equipo rival: «La camiseta del Madrid es blanca, pura, como Dios. Por eso Dios es del Real Madrid», añadió. Me eché a reír: «Un día, cuando estés con Dios se lo preguntarás». Ahora, querido Juan José, tendrás mucho tiempo para descansar y preguntar a Dios si Él también, de verdad, es del Real Madrid.
Francesco Montini es vicario de San Benito Menni, en Fuenlabrada (España). Foto: vistas de la ciudad.