La semilla estaba ya en la tierra pero necesitaba aún un poco de tiempo para florecer.

«¡No tengáis miedo! ¡Cristo os necesita para realizar su proyecto de salvación!». Estas palabras de san Juan Pablo II, pronunciadas en el 2002 durante la Jornada mundial de la Juventud en Toronto, marcaron el comienzo de mi vocación. Cuando las oí, parecía que el Papa me estuviese hablando directamente a mí. Por primera vez, sentí al corazón abrirse a la posibilidad de que Dios me invitase a considerar la vocación al sacerdocio. Quedé fascinado por la visita de Juan Pablo II, de su testimonio y de su amor por Jesús y la Iglesia. Había encontrado un padre en la fe y deseaba vivir con su misma intensidad y profundidad.

Desde entonces comencé a dedicar todo mi tiempo libre a seguir la vida de la Iglesia y a estudiar los escritos del Papa. Mis amigos del equipo de rugby me miraban un poco extrañados cuando leía sus escritos durante los traslados o cuando corría a misa tras los entrenamientos. Había comenzado a frecuentar el grupo de estudiantes católicos y a cantar en el coro de la universidad. A través de estas experiencias, viví por primera vez una amistad cristiana, más verdadera que la que tenía con mis amigos del equipo de rugby.

Durante el último año de estudio, un compañero de apartamento descubrió un libro de don Giussani, Educar es un riesgo. Resultó muy impresionado y decidió traer a la universidad al responsable de Comunión y Liberación en Canadá, John Zucchi. Me llamó mucho la atención su manera de contar el encuentro con el Movimiento y la familiaridad que vivía con nosotros. En aquel momento, sin embargo, estaba más atraído por un grupo carismático y no profundicé en ese interés por CL. La semilla estaba ya en tierra pero necesitaba aún un poco de tiempo para que florecer.

Tras la licenciatura en Química, decidí ir a Washington D.C. para profundizar en el pensamiento del Papa en el Instituto Juan Pablo II que tenía una especialización en Bioética: pensaba de esta manera en unir mi pasión por la ciencia con la fe. Mi hermana estaba ya estudiando en el Instituto: cada vez que hablábamos por teléfono, aumentaba mi deseo de sumergirme en el estudio. Una vez, me sugirió buscar al grupo de universitarios de CL porque según ella era complementario a la enseñanza del Instituto. Después de pocos meses de amistad y de frecuentar la escuela de comunidad, me pareció que Dios me estuviese llamando desde siempre a vivir la experiencia del Movimiento. Especialmente, entendí y experimenté en primera persona la belleza del cristianismo como amistad. De hecho, Dios había elegido la amistad como camino fundamental para hacerme percibir su cercanía y su amor.

En Washington encontré también algunos sacerdotes de la Fraternidad san Carlos: en su vida vi ese más que deseaba también para mí. Al principio no quería aceptarlo, pero intuía que, si esto era lo que Dios quería, era para mi bien y para mi realización. Todas las experiencias tras el encuentro con el Papa en Canadá, de hecho, me habían demostrado que mi vida era guiada por un Padre bueno y que no debía tener miedo.

Tras algunos meses de lucha contra esta intuición, hablé finalmente con un sacerdote de la Fraternidad. Decidí tomarme en serio la posibilidad de una vocación al sacerdocio y verificar hasta el fondo si Dios me estuviese verdaderamente invitando a seguirlo de esta manera. Así, después de dos años, decidí ceder a la llamada e iniciar la aventura del seminario en Roma.

 

En la foto, John Roderick durante una tradicional expresión de devoción popular en Santiago de Chile. 

John Roderick

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