A veces tenemos la sensación de que la vida nos esté quitando algo irrenunciable. En esos momentos nos vienen las ganas de rebelarnos y nos preguntamos: ¿por qué Dios lo permite? ¿Por qué me pide un sacrificio tan grande?
Estas experiencias son preciosas, siempre y cuando nos introduzcan a una pregunta más honda, que vaya más allá de nuestras reacciones inmediatas. Tenemos que preguntarnos: ¿Por qué esta pérdida me hace sufrir tanto? ¿A qué cosa me aferro verdaderamente en la vida?
Del desgarro que sufrimos cuando Dios nos pide dejar algo o a alguien a quien estamos ligados, de hecho, puede iniciar un camino hacia un juicio y una libertad nuevos.

Quisiera recurrir a una imagen. En las situaciones que he mencionado, nos volvemos como un niño que tiene en la mano un juguete pero lo toma por el lado equivocado porque no ha entendido cómo se usa. Quizá el niño se pone terco con su idea, o quizá el niño es demasiado pequeño para entender. Entonces el papá se le acerca y toma su juguete y le enseña al niño a usarlo. Pero el niño se asusta, teme que su papá se lo quiera robar y se aferra en su intento de usarlo como él quiere. Así empieza un conflicto entre el niño que se resiste y la paciencia del papá. Pero llega un momento en el cual el papá llama a su hijo por su nombre. Entonces el niño acepta despegar los ojos del juguete y mira a su padre a la cara. Sólo en este momento afloja sus manos para soltar lo que estaba apretando. Y de repente el niño se encuentra con el juguete bien puesto en sus manos. Ahora finalmente empieza a entender y a disfrutar. En el diálogo con el padre, en el contacto con sus miradas, el hijo ha podido descubrir que eso que le parecía una pérdida, era en realidad un regalo.

Una partida, una muerte, un enamoramiento al cual tenemos que renunciar, una traición, un infortunio, las consecuencias de un error nuestro o de nuestro pecado… Todas estas circunstancias pueden volverse ocasión para realzar la mirada hacia Aquél que permite que sucedan. Esto no significa que antes no hayamos estado en diálogo con él. Más aún, también cuando estamos convencidos de vivir y de trabajar para Él, a menudo nuestra dependencia viva pasa a un segundo plano y el espacio de nuestro corazón se llena de nuestros quehaceres y ocupaciones, afectos y pensamientos.
Es en la circunstancia que nos hiere o nos abate, donde nos ponemos de nuevo frente a Él. Escuchamos pronunciar de nuevo nuestro nombre y esto nos quita la pretensión y la preocupación de gobernar nuestra propia vida con nuestros esfuerzos. Es Él quien pone en su lugar y reacomoda en nuestras manos las relaciones, los quehaceres o los proyectos que tanto queremos. A menudo nos los devuelve de inmediato y los vemos con otra luz. Puede darse también que Dios no nos devuelva eso a lo que nos ha pedido renunciar, pero también en este caso nos da algo más grande: una libertad más verdadera y sobretodo una nueva cercanía a Él, que ya se vuelve consolación en el desprendimiento.

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