Llaman a la puerta. Es Marcuccia, una anciana señora con el rostro marcado, surcado por el tiempo, que empieza a hablar en un idioma que me cuesta entender, aunque después me doy cuenta de que habla en un dialecto parecido al mío de origen.
Me encuentro un pequeño pueblo de Cassino, sentado en una gran mesa con amigos en la parte trasera de una antigua casa rural restaurada. También hay dos familias que deseaban compartir tiempo y espacio con nosotros para ayudarse a vivir su vocación.
La conversación con Marcuccia se vuelve interesante. Nos cuenta lo último que ha pasado en la zona, los asuntos de su familia y de los vecinos. Se ve que se entera de todo y está atenta a todos, como si de alguna manera todo le perteneciese o al menos tuviera que ver con su vida.
En la mayor parte de los barrios o edificios del mundo sucede lo contrario. Todo lo que no me toca personalmente, quizá porque me priva de algo, no me interesa; así se preserva mi tranquila autonomía, también llamada libertad.
Este verano, con ocasión de la visita habitual a las familias de algunos seminaristas, estuve en Estados Unidos. La primera vez que estuve en Nueva York me fascinó el torrente de vida que se ve por las calles. Siempre hay algo o alguien que descubrir en cada esquina. Al mismo tiempo, me impresionó la indiferencia que se respira hacia todo y con todos. Cada cual va por su lado, atravesando la marea de gente invisible o de hechos ya vistos. Puede que, por el hecho de haber tantas personas, a pesar de vivir en el mismo sitio, en realidad están ausentes, impulsados por el deseo de estar en otro lugar y ayudados por los instrumentos tecnológicos que engañan para creer en ello. «Yo lo quiero todo», decía santa Teresita. ¿Cómo se puede estar en un lugar sin «perderse» el resto? ¿Cómo se puede hacer experiencia del todo dentro de una elección particular y por tanto limitada?
En mi diálogo con Marcuccia, le pregunté espontáneamente cómo conseguía saberlo todo de la gente del pueblo. Uno me dijo que «ella es la guardiana, no de este pueblo, sino de esta calle. Nació justo en esta casa y durante 83 años ha vivido aquí, yendo de aquí para allá en bicicleta. Su marido, al que ella describe como un anciano, tiene 93 años».
«Para encontrar agua es mejor excavar un pozo de cien metros de profundidad que cien pozos de un metro»
A veces nos preocupamos por encontrar lo que buscamos, vagando, material o espiritualmente, de un sitio a otro. Pero, como decía un anciano monje, «para encontrar agua es mejor excavar un pozo de cien metros de profundidad que cien pozos de un metro». La vida es un camino, y cada paso está hecho de unas circunstancias determinadas. Es necesario tener la valentía y la humildad para estar en ellas, buscar en la profundidad del presente, allá donde estemos y en las condiciones que se nos dan, sin ceder a la tentación de imaginar mundos inexistentes.
«El camino del hombre hacia la verdad y hacia su destino no está a merced de lo que piense uno, o de lo que piensen otros, o la sociedad en que se vive. Es objetivo: no se trata de imaginar o de inventar, sino de seguir», dice Giussani en El sentido de Dios y el hombre moderno.
En uno de sus últimos libros, el padre Mauro Lepori escribe que lo que convierte el instante en una cárcel «es la ausencia de un centro en el propio espacio, algo que ames hasta tal punto que el corazón se dilate al poner la mirada en ello».
El amor a Cristo, pedido en cada instante, permite que nuestro corazón se dilate, como dice el Salmo 119: «tú dilatas mi corazón» hasta llegar a abrazar el mundo entero. En el libro Porta la speranza, Giussani dice: «Es preciso pensar en el mundo entero, preocuparse por el cristianismo en África y en Asia y no atarearse únicamente en torno a las desobediencias y las carencias de cada día (…). Si uno lleva dentro el sentido del mundo, entonces puede conseguir estar en una celda durante toda su vida con la grandiosa serenidad que tiene la monja de clausura». Por este motivo durante el viaje a Estados Unidos percibí una sintonía profunda con una frase que leí en un santuario mariano de Washington D.C. Son las palabras de Frederic Baraga, un misionero esloveno que vivió allí: «Todo lo que deseo es estar donde Dios quiera». Ya se trate de estar siempre de viaje o de pasar toda la vida en la misma calle de un pueblo.