Al igual que en muchos colegios de Estados Unidos, en el Bishop Fenwick de Boston hay muchos clubs. Al terminar las clases, hacia las tres de la tarde, los alumnos se quedan en el colegio y van al club de teatro, ajedrez, escritura creativa o programación. Michele Benetti, profesor de Física y Religión y yo, que doy clases de Español, una vez a la semana también nos quedamos a nuestro club, al que llamamos «escuela de comunidad». Cada semana unos diez alumnos deciden quedarse libremente con nosotros a dialogar sobre algún tema o leer y comentar un breve texto.
Luna llegó a estos encuentros gracias a María, una alumna italiana que estuvo de intercambio en nuestro colegio. Luna vino al principio un par de veces con María, pero después dejó de venir durante dos meses. En cambio, cuando María se fue, volvió a participar todas las semanas. A todos nos sorprendió un poco, nos parecía más lógico que hubiese venido cuando su amiga estaba en Boston. Pero Luna hizo al revés. Nos lo explicó así: «Cuando nos despedimos, María me dijo que, con su vuelta a casa, nuestra amistad se enfriaría hasta llegar a desaparecer, a no ser que yo formara parte del grupo de escuela de comunidad. Me dijo que seríamos cada vez más amigas si seguíamos juntas a Cristo».
Un par de semanas después, al final de la escuela Luna me preguntó: «Me gustaría empezar con una pregunta el siguiente encuentro, ¿puedo?». «¡Claro!», le respondimos, sin saber bien qué tenía en mente. Con los adolescentes se aprende a estar abiertos a las preguntas, a la sinceridad desarmada con la que afrontan la vida. Especialmente en Estados Unidos, los jóvenes tienen una preciosa apertura de espíritu, muchas veces ausente de cualquier cinismo o prejuicio.
El siguiente día de escuela empezamos con una breve oración y miramos a Luna esperando su pregunta: «Un momento», dijo, «la tengo por escrito». Sacó su móvil y empezó a buscar entre mensajes y aplicaciones. «Aquí está. ¿Vosotros creéis que es posible vivir cada momento de la vida al máximo?». Se giró hacia mí, me miró a los ojos y dijo: «Don Luis, ¿qué opinas?».
Me quedé unos segundos en silencio. No quería cerrar una pregunta tan verdadera y profunda con una respuesta precocinada. A todos les habría decepcionado, incluyéndome a mí, si hubiera zanjado la cuestión con una simple afirmación o negación. Entonces, intenté mirar la semana que había pasado, los momentos en los que había vivido al máximo, por usar su expresión, e intenté encontrar algún ejemplo de situaciones así. Identificamos juntos experiencias recientes donde nos hubiéramos sentido verdaderamente nosotros mismos, siendo conscientes, estando vivos. También nos dimos cuenta de que esos momentos, desgraciadamente, no eran frecuentes. A menudo nos dejamos llevar por los demás o por sucesos externos a nosotros.
Esta conversación me marcó. Durante esos días murió una alumna mía de quince años en un terrible accidente, y me tuve que preguntar si había vivido la relación con ella al máximo. En otras ocasiones, en el trabajo de profesor, en la relación con los compañeros o con los hermanos de casa, la pregunta se reabría continuamente: ¿vivo plenamente o solo de manera parcial?
Con los chicos, dimos con una hipótesis provisional que me ayudó mucho. La resumiría así: tanto cuando nos la jugamos hasta el final como cuando nos parece que no lo hacemos, nuestra compañía siempre nos provoca a despertarnos y a arriesgar cada vez más. Por ese motivo merece la pena hacer el club de «escuela de comunidad». Por eso, personas como Luna son un don precioso para mi vida y para el mundo.