Una de las cosas que Dios me ha pedido hacer en la vida es descifrar los signos que él me envía. Cuando en 1984, en Roma, Juan Pablo II pidió al movimiento de Comunión y Liberación ir por todo el mundo a llevar la belleza y el amor de Dios, yo fui uno de los que Dios mandó al mundo. Dos jóvenes que estaban en Irlanda de Erasmus, Gigi y Angelica −nunca he olvidado sus nombres−, me introdujeron en este grande y bellísimo mundo que es capaz de educarte, hacerte caer en la cuenta de que para Dios eres especial y que estás llamado a conocerlo, tal y como eres. Desde entonces pasaron más de veinticinco años sin volver a ver a Gigi y Angelica. Mientras tanto, se me diagnosticó Parkinson y un día, en la casa de la calle Magliana donde sigo viviendo, entraron ladrones que me pegaron mientras intentaban robarnos. Tras este hecho estuve realmente mal. Por ello, don Massimo me propuso ir a Milán a una residencia, donde ya había una habitación preparada para mí.
Estaba convaleciente cuando Andrea, el director de la institución, me dijo que había llegado una señora desde Egipto también enferma de Parkinson. Estaba en sus últimos días, pero ella no lo sabía. Sobre todo, estaba enfadada con Dios. Fui inmediatamente a su habitación. Intenté decirle algo en inglés e italiano, pero su respuesta fue que a través de estas enfermedades Dios nos castiga. Yo rebatí: «Dios nos ama a través de las enfermedades. Cuando estás extremadamente débil y tienes que gritar a Aquel que tiene la fuerza, abre una puerta diferente en tu amor, en tu corazón, para que veas que Él es quien está sufriendo dentro de ti. Cuando entendí que Jesús estaba en mi cuerpo y que mediante mi cuerpo yo llevaba Su cruz, experimenté un alivio enorme que me dio la valentía para afrontar este tiempo de enfermedad». Desde ese día, esta señora y yo nos hicimos amigos. De vez en cuando me decía: «Contigo ya no puedo decir que odio a Dios, es más, empieza a caerme bien». Y yo respondía: «Escucha, Él es mucho más simpático que yo», y nos reíamos juntos.
Tenemos que caminar detrás de Jesús y seguir siempre hacia delante, sin miedo a que el mal venza.
Poco tiempo después, un día en el que no me encontraba bien y estaba encerrado en la habitación rezando, Andrea entró para decirme que nuestra amiga estaba a punto de irse al cielo. Quería confesarse y recibir los sacramentos. Entré cabizbajo, ni siquiera miré a los familiares que estaban en la habitación y fui directamente hacia ella. Me senté en la cama, le tomé las manos y acaricié su rostro: «Estoy aquí», le dije, «y no te dejo hasta que no estés con Jesús». Mientras rezaba, me giré y detrás de mí vi a Gigi y Angelica llorando. Después de veintiséis años desde ese primer encuentro que me había cambiado la vida y me había permitido conocer el movimiento, él estaba allí, con su mujer e hija. En ese momento vi la inmensa grandeza de Dios, que había tomado consigo a una mujer de Egipto, llevándola a Milán, a una residencia donde había un sacerdote irlandés con el mismo problema, cumpliendo así Su promesa: «Yo te salvaré».
Por eso tenemos que seguir unidos a Dios, tenemos que caminar detrás de Jesús, observando su espalda. Y tenemos que seguir siempre hacia delante, sin miedo a que venza el mal. El mal no vence si nosotros ponemos nuestro corazón en las manos de Dios. Pero hace falta valentía. Para amar es necesario ser valientes. Porque el amor es como una rosa preciosa que desprende un aroma exquisito. Es preciosa pero después, cuando la tocas, tiene espinas que hieren. Este es el dolor que tenemos que afrontar tantas veces porque amamos.