“Padre, hace diez años que no me confieso”. “Padre, es la primer vez que me confieso desde que fui bautizado”. “Padre, no me he confesado nunca porque no sé cómo se hace y me da vergüenza decirlo”. En Taipei no es extraño oír decir frases de este tipo durante el tiempo pasado en el confesionario, antes o durante la misa. Frente a estas personas, que por primera vez o casi, se acercan al gran misterio del perdón de mal, no puedo hacer otra cosa que empezar a rezar por ellos y por mí, a fin de que ese encuentro sea vivido verdaderamente por lo que es: una inmerecida ocasión de recomenzar, de profundizar en el conocimiento de la misericordia de Dios.
Hay días en los que no viene nadie. Otros, por el contrario, en los que son varios los parroquianos que deciden pedir perdón por los pecados cometidos. Pero en realidad, para mí, colocarme la estola morada es ya hacer memoria de haber sido acogido, perdonado, elegido, hecho instrumento de tal gracia. La última vez que he confesado fue el domingo pasado. Me senté en el confesionario mientras Emanuele estaba celebrando la misa. Habían pasado varios minutos y era casi hora ya de levantarme para ayudarle a repartir la Eucaristía. Había estado acuciado por el pensamiento de estar allí casi inútilmente, o mejor, de no haber podido compartir la gracia enorme que tenía “entre las manos” cuando de improviso entró en el confesionario EnYun. Su nombre de bautismo es Rita, una mujer frente a la que siento un cierto temor reverencial. Frecuenta la misa diaria, a menudo junto a su madre, y pasa casi todas la mañanas cuidando el jardín, la iglesia, las flores, etc., tanto que se ha granjeado, por clamor popular, el título de “vicepárroco”. Cuando estaba aún en el seno materno, a consecuencia de alguna medicina abortiva que la mujer había ingerido, sufrió daños cerebrales que ahora son visibles por ciertas disfunciones motoras. Recuerdo todavía el impacto que me produjo cuando, apenas llegado a Taiwan, conocí su historia. Es ciertamente una historia dramática pero lo que me impresiona verdaderamente, incluso hoy, es ver con cuanto amor tiene cuidado de su madre ya de más de ochenta años.
Apenas la vi entrar, me preocuparon dos cosas: el temor de no comprender lo que me dijese pero, sobre todo, la petición sobre lo que podría decirle yo a ella, una mujer con un corazón tan grande. Después de la misa, me vino a buscar y me dijo: “Gracias shénfù [que quiere decir padre], por haberme escuchado en confesión. Ahora estoy mucho mejor”. “He aquí que esto es verdaderamente el corazón de ser sacerdote” he pensado para mí. En la oscuridad del pecado y de la miseria humana, es más evidente la luz de la santidad: por esto, no existe una diferencia verdadera entre ser instrumento de la misericordia y ser su objeto. En el confesionario, como en la unción de enfermos o la consagración del cuerpo y sangre de Cristo, yo tomo parte en este gran misterio que, cada vez que soy mínimamente consciente de ello, me conmueve hasta las lágrimas.