Con la liturgia del Jueves Santo la Iglesia nos pide que nos dejemos mirar y amar por Cristo. El mismo Evangelio nos invita a que nos dejemos lavar los pies por Jesús si queremos tener que ver con Él (cfr. Jn 13,8). En cambio, la liturgia del Viernes Santo nos pide mirar a Cristo. Es Jesús el que nos lo pide, como dicen las palabras del responsorio Caligaverunt: prestad atención y ved.
Caligaverunt oculi mei a fletu meo,
quia elongatus est a me qui consolabatur me.
Videte, omnes populi,
si est dolor similis sicut dolor meus.
O vos omnes, qui transitis per viam,
attendite et videte
si est dolor similis sicut dolor meus[1].
Se nublaron mis ojos a causa del llanto,
porque se había alejado de mí Aquel que me consolaba.
Ved, pueblos todos,
si existe dolor semejante al mío.
Vosotros, todos los que pasáis por el camino,
prestad atención y ved
si existe dolor semejante al mío.
La primera vez solo dice videte, «ved, pueblos todos». Después, esta petición se hace más específica, más precisa. Más que a un genérico «todos vosotros», parece que va dirigida a los que pasan por la calle, omnes, qui transitis per viam, a los que, incluso por casualidad, se encontraban en el camino que Jesús estaba recorriendo. Así nos ha sucedido a todos nosotros, los que, por gracia, nos hemos visto recorriendo su camino. Al terminar, incide en la petición, añadiendo attendite et videte: «prestad atención y ved, dejad de mirar de aquí para allá, dejad de pensar en vuestras cosas, de miraros a vosotros mismos y levantad la mirada».
En 1916, cuando el Ángel se apareció a los pastorcillos antes de las apariciones de la Virgen en Fátima, les enseñó una oración que dice así: Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Te adoro profundamente y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los que Él es ofendido. Por los méritos infinitos del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pecadores.
Me impresiona ver cómo el Ángel subraya la indiferencia del mundo hacia Cristo, que lo ofende tanto como los ultrajes y sacrilegios, tanto como el mal del pecado.
Hoy se nos invita a despertar de la distracción, de la superficialidad y de la indiferencia en la mirada. La vida común nos ayuda a combatir esta mirada superficial e indiferente, a profundizar cada vez más en nuestra mirada sobre Cristo.
Attendite et videte: ¿Cómo se nos ayuda a pararnos y mirar a Jesús? Hoy, los Evangelios que nos propone la liturgia narran las diversas escenas de los que miraron a Jesús durante las horas de la Pasión. Se lo encontraron ante ellos, se vieron ante este hombre misterioso, esta presencia que, sin necesidad de decir una palabra, solo con el hecho de estar, provocaba.
Las miradas de aquellos que miraron a Jesús pueden ser hoy de ayuda para nosotros, para poder mirarLo. He pensado presentarlos en parejas.
Judas y Pedro
¿Cómo miraron Judas y Pedro a Jesús después de la traición realizada y en ambos casos profetizada por Jesús?
Judas es una figura misteriosa, tanto como su aparición en escena. Aparece por última vez en un epílogo trágico: «se marchó; y fue y se ahorcó» (Mt 27,5). «Aquel campo fue llamado en su lengua Hacéldama, es decir, ‘campo de sangre’» (Hch 1,18-19).
¿Qué podemos decir de él? En primer lugar, que no traicionó a Jesús por dinero. Treinta monedas de plata (que equivaldrían a ciento veinte denarios) era el precio de un esclavo de calidad media. Valía mucho más el perfume de la mujer que había derramado sobre Jesús en Betania, que podía ser vendido por más de trescientos denarios (cfr. Mc 14,3-9), es decir, casi el triple del valor de esas treinta monedas.
Quizá Judas se había exaltado con un sueño, con una imagen del reino de Dios que no tenía que ver con lo que hacía Jesús. Así, «el corazón se convirtió en piedra y los ojos se volvieron huidizos»[2]. Siempre me ha sorprendido la verdad de esta descripción psicológica de la canción de Chieffo. Al pensar en la relación entre nosotros, entre hermanos: ¿cuándo se vuelven huidizos los ojos frente a la mirada del otro? ¿Cuándo dejo de poder mirarle a los ojos? Cuando dentro de mí ya lo he alejado porque no se corresponde con la imagen que tenía de él; cuando me doy cuenta de que no consigo someter su alteridad a la imagen que me había hecho, a mi pretensión sobre él, incluso y a pesar de todas las buenas intenciones que hay detrás.
Cuántas veces me he visto a mí mismo con esta mirada frente a la libertad movediza de los jóvenes, en especial hacia los que prefería. Después de todas las grandes cosas vividas y juzgadas juntos, a veces parecía que caminaban sobre arenas movedizas, para intentar dar luego un paso más. Entonces, me salía decir: «Cabezota, ¿aún no has entendido? ¡Basta ya! Esto no puede seguir así, me tienes harto». El sentimiento de rebelión que nace a causa de una pretensión defraudada puede «matar» la relación con el otro. Entonces, surge la tentación de decir: «¡ahora decido yo por ti!».
Tal vez, antes de traicionarlo, Judas ya tenía esta mirada sobre Jesús. Y, podría ser que, al entregarlo a los sacerdotes, Judas quisiera forzar a Jesús, obligándole a manifestarse del modo en que él pensaba que tenía que haberse mostrado. Pero las cosas no sucedieron como había planeado. Judas se dio cuenta y reconoció su error: «He pecado entregando sangre inocente» (Mt 27,4). Podría haber llegado a arrepentirse sinceramente. Entonces, ¿por qué se ahorcó? ¿Por qué rechazó el perdón y la salvación?
Nos movemos en un terreno minado, solo podemos avanzar mediante hipótesis: tal vez, se debió a que Judas, en vez de mirar a Cristo, dirigió su mirada arrepentida hacia los que eran incapaces de concederle el perdón que, no obstante, buscaba. En efecto, los sacerdotes le dijeron: «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!» (Mt 27,4). En consecuencia, Judas tiró las monedas al suelo y, yéndose solo, cediendo a la desesperación, buscó reparar el mal realizado[3].
Por el contrario, en Pedro observamos lo siguiente: «El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho […]. Y, saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22,61-62).
Este cruce de miradas entre Pedro y Jesús es lo que marca la diferencia, porque esto fue lo que abrió el corazón de Pedro a la relación con Jesús. Dramáticamente, ante esta presencia, Pedro rechaza la angustia desesperada, rechaza la tentación ineficaz de concebirse solo, como Judas. Al comentar el episodio del capítulo 21 del Evangelio de san Juan, Giussani describe con todo su dramatismo la posición de Pedro ante la presencia y la mirada de Cristo[4].
Al igual que Pedro, ante la traición, ante nuestro mal, podemos dirigir la mirada hacia Cristo y sentir dramáticamente en nuestro interior el dolor de no haber correspondido al amor, y, al mismo tiempo, decidir permanecer bajo esta mirada. O, en cambio, como Judas, elegir la tragedia de concebirnos solos.
Barrabás y Dimas
Los Evangelios nos dicen muy poco sobre él, pero tratemos de imaginar el recorrido de Barrabás: ¿qué debió haber visto en Jesús cuando salió al pretorio, deslumbrado por la luz a la que no estaba acostumbrado después de los días pasados en la cárcel?
Nos lo describe Lagerkvist: «Desde que lo vio en el pretorio del palacio, sintió que había en él algo extraordinario. No hubiera podido decir qué era: simplemente lo sentía. No creía haber encontrado jamás un ser semejante. […] continuó creyendo que había algo muy extraño en aquel hombre […]. No llegaba a comprender que se trataba de un preso […] ¿cómo se podía condenar así? El hombre era inocente, sin duda»[5]. Y, sin embargo, la gente había gritado: «¡Suelta a Barrabás!» (cfr. Mt 27,21). De modo que lo habían soltado. «En suma, nada podía hacer. Era asunto de ellos. Tenían el derecho de elegir a quien se les antojara, y así habían procedido. De los dos condenados, uno debía ser indultado. Él fue el primer sorprendido por la elección»[6].
Para Lagerkvist, Barrabás representa la humanidad por la cual Cristo muere. Permaneció el resto de su vida turbado, intrigado por la figura de Jesús, pero no llegó a convertirse. El recuerdo de aquel intercambio persiguió a Barrabas el resto de su vida. Trató de descubrir el porqué, pero no llegó a ser un seguidor, un discípulo de Jesús, quién sabe si hasta el momento de su muerte[7].
No obstante, es Lagerkvist quien dice todo esto. Por lo que sabemos, según la objetividad de los Evangelios, Barrabás simplemente sobrevivió a la muerte en cruz y en Jesús vio a quien le podía librar del peligro. Probablemente pensaría: «¡Espero que griten ‘libera a Barrabás’!».
En cambio, Dimas está en la cruz. Él no pudo escapar, acabó siendo crucificado. Y, desde la cruz, mirando a Jesús, a poca distancia de él, dijo: «Yo estoy aquí por lo que he hecho, y me lo merezco. En cambio, este no ha hecho nada malo» (cfr. Lc 23,41). Y, a continuación, le dijo las palabras que conocemos: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42).
«Acuérdate de mí»: no pide misericordia, parece que no osa pedir perdón… Solo dice: «Acuérdate de mí, que soy alguien del que quizás valdría la pena olvidarse». En ese momento Jesús percibe la mirada suplicante de Dimas sobre sí, y le responde: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43).
La mirada de Barrabás hacia Jesús es la mirada de alguien que quiere huir. Barrabás huye. La de Dimas es la de uno que desea la salvación. Dimas se salva.
Por otro lado, me gusta pensar en Dimas como un don que el Padre le hizo a Cristo en la cruz, en medio del sufrimiento físico y del abandono que sentía. Lo considero como el don de un consuelo, el consuelo de ver que lo que había profetizado de sí mismo − «si el grano de trigo muere, da mucho fruto» (cfr. Jn 12,24); «cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32)»− ya estaba empezando a realizarse.
Mirando a Jesús en la cruz, Dimas fue atraído por él, siendo el primero de una larga serie de personas que se ha salvado al mirar este grano de trigo que muere, Jesús crucificado.
Pilato y Simón de Cirene
Creo que en un principio la mirada de Pilato y de Simón de Cirene fue bastante parecida: en ambos, el encuentro con Jesús era una molestia en el momento equivocado, justo lo que «no puede ser para hoy», un fastidio, «¿de verdad me tenía que tocar a mí?».
En cuanto a Pilato, sabemos que había ido de Cesarea Marítima (donde habitaba normalmente) a Jerusalén. Estaba ahí durante la Pascua, momento en el que normalmente se manifestaba el deseo de la liberación de los hebreos (como ha sucedido más veces) con episodios de violencia. En este ambiente, ya de por sí tenso, Pilato se vio mezclado en una diatriba político-religiosa. Y, he aquí, que le llevaron a este hombre, un rabino/profeta/santón/taumaturgo del que tanto se oía hablar y que, sobre todo, dividía tanto como enfervorizaba a la gente. Pilato se ve forzado a jugar con fuego en mitad de un polvorín. Probablemente, pensaría: «¿Tenía que pasarme a mí? ¿Justo hoy?».
¿Acaso no pensaría lo mismo Simón de Cirene? Parece que era nada más y nada menos que un noble entre el pueblo. En el valle de Cedrón se ha descubierto una tumba del sigo I que parece indicar que fuese de su familia. Además, era de Cirene, pero poseía terrenos en los alrededores de Jerusalén. Era probable que Simón respetase la ley: según las normas, siendo el día de la Preparación de la Pascua, volvía de los campos hacia mediodía −en vez de al atardecer− para preparar bien la fiesta del día siguiente[8].
Algunas crónicas de la literatura rabínica nos dicen que los soldados romanos se divertían de un modo especial humillando a las personas más notables, obligándolas a realizar trabajos humildes e impuros, sobre todo durante los días previos a las festividades. De este modo, Simón de Cirene se vio soportando la vergüenza pública de ser asociado a un condenado, manchado de impureza por haber tocado un patíbulo, además de la sangre de Jesús, y por todo ello, imposibilitado para celebrar la Pascua el día siguiente. Para colmo, esto sucedía delante de sus hijos. Obligaron a Simón a llevar la cruz (Mc 15,21). El texto griego dice que lo atormentaron. «¿Por qué a mí? ¡Yo no tengo que ver! ¡Tenía que ser hoy!».
Volvamos a Pilato, el cual tiene delante a Jesús e inmediatamente se da cuenta de que es inocente. Quizás al principio lo toma por un loco, después le entra curiosidad. Pero fuera, la gente grita y los sacerdotes acusan. Entonces, Pilato empieza a dudar. No puede permitirse errores ante el emperador, tiene miedo. Además, llega su mujer y le habla de un sueño que ha tenido, empieza a pensar en las supersticiones. Pilato teme a esta figura misteriosa que está delante de él. «¿De dónde eres tú?» (Jn 19,9), le pregunta. Quiere salvar a Jesús, intenta ganar tiempo mandándole a Herodes para posponer el proceso, tal vez para después de la Pascua o para dejar en manos de Herodes el incómodo asunto…pero no tiene éxito. Manda flagelar a Jesús, después lo presenta ante el pueblo exhausto y ensangrentado, esperando suscitar la compasión de la gente. «He aquí a vuestro rey» (Jn 19,14). Es en vano. Recurre al privilegium paschale, soltar a un prisionero. Al lado de Jesús pone a Barrabás y pregunta: «¿a quién elegís?», es el desastre final.
Delante de Jesús, Pilato tiene los ojos velados por el escepticismo. «¿Quid est veritas?» (Jn 18,38), ¿existe la verdad? La superstición, el miedo, el cálculo político ofuscan más aún su mirada. El resultado es: «Hacedlo vosotros, yo me lavo las manos» (cfr. Mt 27,24).
Simón de Cirene aparece y desaparece en el mismo punto del Evangelio. No sabemos nada más de él más allá de la pista que da Marcos en su Evangelio, cuando escribe que era padre de Alejandro y Rufo (Mc 15,21) y del hecho de que los otros dos sinópticos también lo nombran. Es un detalle interesante. Se piensa que la mención a estos dos nombres se debe a que pertenecieron a la primitiva comunidad cristiana[9].
Tratemos de preguntarnos qué sucedió después de la reacción inicial, durante el tiempo que pasó Simón al lado de Jesús: ¿Lo conocía? ¿Había oído hablar de él? ¿Lo había visto alguna vez? Ciertamente, no había estado durante el proceso porque justo en aquel momento venía del campo. ¿Pero qué pensaba de él? ¿Qué pensaba de aquel hombre maltratado, desfigurado, ensangrentado y, a pesar de ello, silencioso, que no insultaba y que tal vez lo miraba? Pensemos en cómo lo miraría Jesús.
Simón de Cirene, a pesar de haber sido obligado a llevar una cruz que no quería llevar y que ni siquiera era suya, al mirar a Jesús que estaba a su lado, siguiéndole a lo largo del camino del Calvario, quizás se percibió unido a aquel hombre, cuya sangre también manchaba su ropa. Una vez que acabó la tarea impuesta, en vez de decir «ya no quiero saber nada más», al contrario que Pilato, tal vez quiso saber más. Tal vez también permaneció allí, a los pies de la cruz, hasta el final. Días más tarde podría haber ido a buscar a los once. Pudo haber oído la noticia de la resurrección… Después de lo que había sucedido y de lo que había visto, pudo haberse dado cuenta de que ya no era el mismo hombre.
Herodes y el centurión
Sabemos que Herodes ya había buscado a Jesús otras veces para matarlo. Al final lo tuvo delante y quizás aprovechó la ocasión para aplacar su curiosidad: «Veamos qué sabe hacer este, del que se habla tanto por ahí y que me ha dado dolor de cabeza…». Quizá se esperaba encontrarse con un santo tembloroso ante la posible condena y dispuesto a hacer de todo para grajearse la simpatía y los favores del soberano con tal de salvar la piel. De modo que lo provocó, le pinchó, pidiéndole que hiciera magia para divertirle a él y a la corte.
Pero Jesús callaba. Tiempo atrás había dicho: «Esta generación exige una señal pero no se le dará más signo que el del profeta Jonás» (cfr. Mt 12,39). Los ojos de Herodes puestos en Jesús buscaban un milagro. Más que un milagro que mostrase la autoridad de Jesús, invitando a creer en él, buscaba un prodigio para su diversión. Pero sus ojos eran incapaces de ver y reconocer que ante él se estaba realizando el signo de Jonás del que Jesús había hablado.
El centurión tiene una mirada completamente distinta. Por trabajo, se vio a los pies de la cruz de Jesús cuando de repente vio que el cielo quedaba en tinieblas, sintió que la tierra temblaba bajo sus pies y escuchó las últimas palabras de Jesús: «al ver cómo había expirado, dijo: ‘Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios’» (Mc 15,39; Mt 27,54). Se dejó tocar por lo que estaba viendo, por el modo de morir de Jesús, por sus últimas palabras, por el diálogo con Dimas y por la súplica que Jesús dirigió a Dios implorando el perdón para sus verdugos. El centurión estaba allí por deber, quizás en contra de su voluntad y preocupado. Ante Jesús y simplemente mirando lo que sucedía, comprendió que era signo de algo. No había pretendido nada de Jesús, pero se había dado cuenta de que lo que veía era signo de la divinidad de aquel hombre.
Los sacerdotes y Juan
A las preguntas de Anás, que le interrogó acerca de su doctrina, Jesús respondió: «Yo he hablado abiertamente…» (Jn 18,20). Parece que le decía: «¡No nos escondamos! Sé perfectamente que vosotros sabéis de sobra las cosas sobre las que me interrogáis». Esta escena se parece al pasaje del ciego de nacimiento: «Dinos de nuevo qué te ha hecho», «Ya os lo he dicho, ya lo sabéis» (cfr. Jn 9,1-41). La insistencia de los sacerdotes con el ciego de nacimiento pone de manifiesto que no veían porque no querían ver. Parece que aquí se repite lo mismo. Interrogan a Jesús para encontrar un motivo para acusarle, y él responde una vez más que había realizado todas sus buenas obras bajo la luz del sol. «¿Por cuál de todas ellas queréis matarme?» (cfr. Jn 10,32), pregunta. Los sacerdotes no ven los signos porque no los quieren ver.
Asimismo, recordemos que los sacerdotes tenían la función de estar ante Dios para interceder por el pueblo. Una vez al año, el sumo sacerdote entraba en el lugar reservado exclusivamente para él, inaccesible para todos, el lugar de la Presencia, la Shekhinah, el Sancta Sanctorum, donde Dios habitaba.
Estos sacerdotes estaban acostumbrados a estar ante la presencia de Dios, a considerar a Dios como algo de lo que podían disponer a su antojo ante el pueblo, y no consiguieron reconocer en Jesús al Dios presente. Así, en vez de estar ante Dios como el que implora (la postura propia del sacerdote), están ante Jesús, ante Dios, como los que le tientan: «Baja de la cruz y te creeremos» (cfr. Mt 27,40; Mc 15,32; Lc 23,35), es decir, «si eres nuestro Dios, haz lo que yo te digo, entonces te creeré». No ven porque no quieren ver. No saben estar ante la presencia de Dios porque a sus ojos es diferente de cómo la concebían.
En cambio, la mirada que tienen Juan y de María sobre Jesús es la mirada de quien no entiende, pero «está». «[Estaban] junto a la cruz de Jesús» (Jn 19,25-27). Estaban allí, atónitos, pero no podían dejar de estar, dejar de mirar. Y, por el hecho de estar ahí cerca y mirar, recibieron de Cristo el don de la Iglesia. En concreto, respecto a Juan, parece que su forma de estar junto a Jesús es la definición del «astare coram Te»[10], una mirada y un estar sacerdotales. Estando ante Cristo, Juan recibe de Él el don de la sangre y del agua −«salió sangre y agua» (Jn 19,34)−, símbolos de los sacramentos. Cuando Juan lo recibió, lo transmitió después al resto de discípulos: «El que lo vio da testimonio» (Jn 19,35); «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida […] os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros» (1Jn 1,1-4).
Como Juan, también nosotros estamos llamados a estar ante Jesús. Esta es la esencia del ministerio sacerdotal. Estando ante él, viviendo con la mirada puesta en él y recibiendo de él el don que nos hace de sí mismo en la celebración de la eucaristía, estamos llamados a mantener el mundo, que tiende a sumergirse en la indiferencia con respecto a Dios, abierto hacia él y despierto para él[11].
[1] IX Responsorio del Viernes Santo, Oficio de Tinieblas, Breviario Romano.
[2] Claudio Chieffo, Monologo di Giuda, 1971.
[3] Mencionado por V. Messori, ¿Padeció bajo Poncio Pilato? Una investigación sobre la Pasión y Muerte de Jesús, Rialp, 1996., al hablar sobre el posible significado del suicidio en el Antiguo Testamento.
[4] Cfr. L. Giussani, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid, 2019, p. 92 y sig.
[5] P. Lagerkvist, Barrabás, Encuentro, Madrid, 2007, pp. 6-7.
[6] Ibíd., p. 7.
[7] Cfr. Introducción de Giovanni Papini, P. Lagerkvist, Barabba, Reggio Emilia, Città Armoniosa, 1978, p. 14.
[8] Cfr. V. Messori, op. cit., cap. 19.
[9] Ibíd.
[10] Cfr. Misal Romano, II Oración Eucarística.
[11] Cfr. Benedicto XVI, Homilía de la Santa Misa crismal en la Basílica Vaticana de San Pedro, 20 de marzo de 2008.
En la imagen, Giovanni Pisano, Crucifixión, Púlpito, Pisa.