Queridos hermanos y hermanas,
En primer lugar, deseo saludar afectuosa y fraternalmente a los miembros de la Fraternidad San Carlos que hoy serán ordenados diáconos y presbíteros, y a sus padres, familiares y amigos, que han venido de diferentes partes de Italia y del mundo. A continuación, a todos vosotros, que como cada año celebráis esta fiesta de fe y alegría cristianas.
Dirijo un saludo especialmente agradecido al superior general, Paolo Sottopietra, al que agradezco en nombre de la Iglesia la generosidad con la que desde hace tiempo guía la Fraternidad, y a sus colaboradores, en especial, al rector del seminario y a los educadores y profesores que colaboran con él.
He hablado de una fiesta de fe y alegría. El día de hoy es fundamentalmente una respuesta de Dios a nuestra oración. Jesús nos invita a rezar para que nunca falten servidores en la viña del Señor. Él responde a nuestras súplicas suscitando diferentes vocaciones: vocaciones al matrimonio, a la maternidad y la paternidad, a la educación de los hijos, que hoy son pocas y preciosas. Vocaciones a la virginidad en la dedicación a Dios y, en especial, al sacerdocio, que Él ha concedido a la Fraternidad San Carlos durante el camino de su breve historia, en una medida siempre significativa y bendecida.
Sigamos pidiendo para que esta cadena de vocaciones no solo no disminuya, sino que crezca para el bien del Reino de Dios y la gloria de Cristo en la tierra y en el cielo.
A la luz de mi ministerio episcopal, hoy puedo afirmar con mayor conciencia y distancia que la Fraternidad San Carlos constituye un don importante para toda la Iglesia por muchas razones.
La primera es la custodia de la vida común, un bien precioso que Cristo ha concedido a su Iglesia desde los inicios de la comunidad apostólica. Si bien la expresión «vida común» encierra en sí un número considerable de diversas experiencias e históricamente bien determinadas, constituye una característica que hermana a muchas comunidades. La vida común brota del mismo corazón de la Trinidad, que busca reunir a todos los hombres en un solo pueblo, educarlos a vivir en la tierra el anticipo de la comunión que será plena y total en el cielo. Cada comunidad es un camino hacia el cielo, un camino difícil y glorioso que implica una gran conversión del corazón y la mente, a veces doloroso, pero lleno de promesas, alegría y amistad.
Asimismo, la Fraternidad San Carlos custodia también el tesoro de la misión, que pretende vivir la invitación que Jesús formuló antes de subir al cielo: «Id, bautizad, enseñad» (cfr. Mt 28,18-20). Estas palabras de nuestro Maestro no pretenden ofender la libertad de cada uno. Más bien, nacen de la conciencia de que solo en Cristo puede el hombre encontrar su felicidad y su paz. La misión se ofrece a la libertad, que se alimenta al compartir. Por ello los miembros de la Fraternidad San Carlos se van lejos, aprenden idiomas que no conocen, comparten la vida de hombres y mujeres que tienen costumbres y modos de hacer muy diferentes a los nuestros. Todo lo que hacen lo hacen por todos, o al menos, piden a Dios esta gracia.
Por último, la Fraternidad San Carlos nace de la experiencia cristiana de don Giussani, de su conocimiento del hombre y de Dios, de su educación y del don que hizo de sí mismo durante su vida. Podemos decir que la fraternidad es un continuo descubrimiento de la fecundidad de un carisma donado por el Espíritu a don Giuss y destinado a dar frutos más allá de sus propias previsiones e imaginaciones.
Con mis palabras no he buscado glorificar un presente o un pasado reciente que, como cualquier obra humana, no está ausente de límites, defectos e imperfecciones, custodiado como aquel tesoro en vasijas de barro del que san Pablo habla en la segunda carta a los corintios. La Fraternidad San Carlos, como cualquier comunidad de la Iglesia y como la misma Iglesia, necesita una continua renovación que esté en función de su finalidad y su fisionomía originales. Por el contrario, he querido agradecer al Señor todo lo que Él ha donado a su Iglesia mediante esta sociedad de vida apostólica, a pesar de la pobreza de sus miembros, entre los que me considero, siendo realista, el último.
El Evangelio de este domingo me autoriza a pronunciar todas estas palabras. En él se expresa la gran libertad que debe distinguir a cada misionero, la gran dignidad de su tarea y su vida y, al mismo tiempo, la gran humildad que nace de la certeza de que Dios pasa a través de nuestra frágil pobreza.
La carta de san Pablo a los gálatas, de la que hemos escuchado un fragmento, afirma cosas que conocemos de memoria, cuyo significado tal vez no hemos comprendido. ¿Qué quiere decir que el mundo está crucificado para mí y que yo estoy crucificado para el mundo? ¿Qué quiere decir que la única realidad que cuenta es ser una criatura nueva? Estas expresiones tan profundas y misteriosas del apóstol de los gentiles nos revelan lo que constituye el corazón de la vida cristiana. En el Bautismo tiene lugar finalmente, según la resurrección de Jesús, la nueva creación que ya nada podrá estropear, y mucho menos destruir. La nueva creación, de la que tantas veces ha hablado don Giussani, brilla en la vida de la Iglesia, como escribe de un modo luminoso el profeta Isaías. Se trata de la nueva Jerusalén, donde podemos encontrar la alegría, el alimento que sacia la vida, la paz, la experiencia de la verdadera paternidad de Dios y de la maternidad de María.
Todo ello tiene lugar si aceptamos que el mundo esté crucificado para nosotros y nosotros para el mundo. El mundo crucificado significa que nosotros podemos gozar de todo solo si gozamos en Cristo. En la medida en que buscamos en cada afecto, en cada conocimiento, en cada cosa, en cada relación el rostro de Cristo, ninguna alegría se nos niega. Los deseos que no pasan a través de la cruz nos conducen a la muerte. Al mismo tiempo, nosotros estamos crucificados para el mundo. Nuestra vida crece en función de nuestra obediencia a Dios, de un modo misterioso, a veces incomprensible, y, por tanto, a través de la crucifixión. Pero se trata de una cruz gloriosa en la que misteriosamente se realiza al mismo tiempo nuestra muerte y nuestra vida.
También quiero expresar con estas palabras el contenido de mi oración por vosotros, que ahora se convierte en oración consagratoria e imposición de las manos.
Amén.
Imagen: durante la celebración de las ordenaciones en San Pablo Extramuros.