Al concluir el largo camino que lleva al sacerdocio, siempre pido a nuestros seminaristas escribir un resumen de lo que han vivido para volver a recordar las razones que les llevan a pedir el sacerdocio. En sus cartas, que siempre leo con admiración y afecto, se entremezclan pensamientos y sentimientos que reflejan la riqueza y la particularidad de cada uno, pero siempre hay algunos rasgos comunes.
La nota dominante es el agradecimiento por el amor gratuito de Dios, experimentado a través de la historia de su llamada. El seminarista siente que Dios lo ha ido a buscar, con delicadeza y constancia, y ahora es feliz de pertenecerle definitivamente. «Hay una imagen que me está acompañando en estas últimas semanas antes de la ordenación», escribe uno de ellos. «La imagen del largo viaje que Dios ha hecho para llevarme consigo. Un viaje con diferentes etapas, rostros y lugares, todo para que pudiese descubrir hasta el fondo el amor de Dios Padre por mí, y así empezar a vivir como hijo suyo». Otro recuerda: «El Señor ha establecido mi vínculo con él mediante algunas relaciones con las que ha querido marcar mi vida, predisponiendo un camino pensado para mí y esperando todos los pasos de mi libertad para acudir a él. Mi familia fue el primer cauce que desembocó en otros más grandes, el colegio y la parroquia, primero, y luego el movimiento. Cristo me ha tomado consigo desde el interior de mi vida».
Otra razón por la que estar agradecidos que se recuerda constantemente está ligada al camino del descubrimiento de uno mismo a la luz de la vocación. Se trata de un camino a veces doloroso: «Los primeros años de seminario», dice uno de ellos, «supusieron el descubrimiento de muchos límites e infidelidades, muchas actitudes opuestas a lo que, en cambio, deseaba. En esos años me descubrí a mí mismo. Es obvio que ha sido un camino duro que también me ha provocado sufrimiento». Pero al final prevalece la experiencia de un consuelo profundo, como refleja otra historia: «En estos años de seminario Cristo ha querido hacerme cada vez más suyo. Espero no haber sido un obstáculo, sino más bien objeto de este gran acto de amor. He empezado a conocerme más a mí mismo. Entrando en lo profundo de mi corazón también he podido conocer cada vez más a Jesús, que estaba ahí esperándome».
A partir de la experiencia de liberación y alegría que procede de la relación con Cristo, nace el deseo de corresponder a todo el bien recibido, entregando la propia vida al mundo
A partir de la experiencia de liberación y alegría que procede de la relación con Cristo, cultivada con paciencia, nace el deseo de corresponder a todo el bien recibido, entregando la propia vida al mundo. «Deseo responder al amor y la llamada de Cristo que he percibido y verificado a lo largo de estos años. Deseo estar totalmente al servicio de la construcción de su Iglesia, de modo que su misión se cumpla y el mundo pueda conocer que Cristo ha amado a todos tanto como a mí». «Llego a este paso definitivo con un corazón lleno de gratitud. Deseo dejarme tomar sin reservas para siempre por Cristo a través de este sacramento. Estoy cierto de la bondad del camino recorrido en estos años, del hecho de que Cristo me llama, consciente de que no hay nada más bello que apostar por él mi propia felicidad y la de todos los hombres».
Nuestros jóvenes sacerdotes van lejos para decir en el fondo una sola palabra. Quieren testimoniar la resurrección de Cristo, la fuerza del nuevo nacimiento que han comenzado a experimentar en primera persona. Los apóstoles fueron invitados a ir hasta los confines de la tierra tras haber vivido con Jesús, después de haber comido y bebido con él, antes y después de su resurrección. Tenían que ir al mundo a decir fundamentalmente lo que habían visto sus ojos y tocado con sus manos. Nosotros también somos enviados a decir ante todo esto: que su resurrección es real y que vemos sus efectos en nuestra vida; que la novedad y frescura que experimentamos, como toda posibilidad de juventud y alegría, proceden de él.