El banquete eterno

Trabajo y amistad con Jesús Carrascosa: el recuerdo de don Andrea D’Auria, director del Centro Internacional de Comunión y Liberación.

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El abrazo entre don Giussani y Carras (de espaldas) durante unas vacaciones de responsables de Comunión y Liberación (Corvara, 1985).

Creo que conocí a Carras el verano de 1991 en la Thuile (Val d’Aosta), en la Asamblea Internacional de Responsables de Comunión y Liberación. Estaba rodeado de muchos jóvenes y desde el principio me pareció una persona con una autoridad natural, un hombre entusiasta, exuberante, siempre alegre. Pero en el fondo era extremadamente discreto y respetuoso con todos aquellos con los que se encontraba. Mi primer recuerdo de él es verle cortando un jamón de pata negra.

En aquellos años solo podía verle en verano cuando íbamos a La Thuile. Recuerdo que durante mi primer año de misión en Viena −por entonces yo vivía en la capital austriaca con Georg Del Valle y José Clavería− Carras vino una vez a cenar a casa. Viajó desde Madrid aposta para vernos, obviamente llevando consigo un surtido selecto de marisco para la cena.

Me impresionó muchísimo el hecho de que un responsable del Movimiento que estaba siempre tan atareado pudiese tener un hueco para liberarse una noche y venir desde Madrid a Viena para estar con nosotros. En aquella cena −que acabaría sobre las 3 de madrugada− nos trajo una bocanada de aire fresco y nos hizo tocar con la mano la universalidad y la vitalidad del movimiento a través de todo lo que nos contó.

Nos trajo una bocanada de aire fresco y nos hizo tocar con la mano la universalidad y vitalidad del Movimiento

Durante las vacaciones del 2000 don Giussani me pidió volver a Roma precisamente para colaborar con Carras en el Centro Internacional de Comunión y Liberación, que en esas semanas se había trasladado de manera definitiva a via Malpighi.

A partir de ahí, durante seis años, vi con mucha frecuencia a Carras. Nos dedicábamos de manera especial a la relación con la Santa Sede y con nuestras comunidades distribuidas por todo el mundo. Tengo un recuerdo precioso de esos años, por la percepción que teníamos de que nuestra amistad era para servir al Movimiento y a la Iglesia y de ser, en la medida de nuestras posibilidades, mediadores entre la Iglesia universal y la experiencia de nuestra pequeña realidad eclesial.

En ese periodo conocimos a muchísimos obispos y cardenales, y a responsables del movimiento que por diferentes motivos venían a Roma. Las cenas con Carras y su refinadísima gastronomía eran un instrumento para acercarnos a los corazones más alejados y derretir las almas más duras. No recuerdo ninguna cena en la que al final no se hubiera conseguido llegar a un clima de verdadera amistad y discreta intimidad. Carras era capaz de implicarse afectivamente con todos, tal como eran, en cualquier situación se encontrasen y cualquier convicción personal tuvieran.

Carras era capaz de implicarse afectivamente con todos, en cualquier situación existencial se encontraran

Ciertamente, no fueron años fáciles, y en algunos aspectos fueron algo complejos. La salud precaria de Juan Pablo II, que empeoraba con el tiempo, implicaba ciertas inseguridades y movimientos en la Curia romana y no siempre nos resultaba fácil entender cuál era el camino y la dirección que emprender. El estado de salud de don Giussani también nos producía no pocas preocupaciones y anunciaba el hecho de que nuestro movimiento debía prepararse para diversos escenarios en muchos sentidos.

Sin embargo, Carras sabía afrontar todo ello con su habitual alegría, sabiduría y una justa distancia espiritual. Nunca faltaba su batuta sagaz en el momento oportuno para quitar hierro a los problemas que debíamos afrontar.

Tenía una cultura sapiencial sencilla, la de un hombre que había afrontado las dificultades y asperezas de la existencia, que siempre había tenido la gracia de poder apoyarse en la fe y vivir con una sana pizca de humor. Carras también tuvo la suerte de casarse con una gran mujer, Jone Echarri, y era humildemente consciente de ello.

La estima incondicional que le profesaba don Giussani y la amistad con Juan Pablo II eran para él un gran consuelo, pero nunca alardeó de ello; es más, a veces ocultaba discretamente la asiduidad de estas relaciones. Carras nunca escondió las dificultades o disgustos que experimentó, los momentos de prueba. Nunca se preocupó de causar buena impresión.

Le vi por última vez en una cena en su casa con Jone y Tommaso Pedroli, la noche del viernes 24 de noviembre. Le vi en lucha, ya no tan lúcido y desgraciadamente entendí que no se trataba de un simple cansancio producido por la edad. Como siempre, la cena −pescado−, cuidadísima. Hablamos mucho del Centro Internacional, de las actividades de los últimos meses, de las personas que frecuentábamos y sobre todo él quiso que le contara acerca del trabajo desarrollado en la Diaconía central de la Fraternidad de Comunión y Liberación y de la aprobación de los nuevos Estatutos.

Cuando hablaba, lo que más le apremiaba, como bien supremo que custodiar más allá de cualquier otra cosa, era la llamada a vivir una comunión entre nosotros

Pero cuando hablaba, lo que más le apremiaba, como bien supremo que custodiar más allá de cualquier otra cosa, era la llamada a vivir una comunión entre nosotros. Para él, el hecho de que en cada cosa pudiéramos salvaguardar la unidad en Cristo y la amistad entre nosotros era casi una «obsesión espiritual». Era como la clave de lectura de su existencia.

En esa última cena tuve una clara intuición de encontrarme ante un hombre −con el que tal vez en el pasado, en ocasiones, no me había entendido bien− que había dado toda su vida por la gloria de Cristo. De este modo su vida llegó a su plenitud. Para mí cenar con Carras la noche del 24 de noviembre fue como participar en unos ejercicios espirituales. El que sigue al Señor no pierde nada, sino que lo recupera todo en plenitud. Poner toda nuestra vida a su servicio es lo único que nos permite tener una existencia realizada, ser más capaces de amar, de ser amados y de comprender.

Es el «ciento por uno aquí abajo», como siempre recordaba Carras cuando hablaba, convertido en el motor de una fe humana, fascinante y atractiva. Carras realmente permaneció fiel al voto que don Giussani había hecho de no dejar de recordar esta frase del Evangelio cuando hablaba a los jóvenes. «Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna» (Mt 19,29). ¡Gracias, queridísimo Carras! ¡Hasta pronto! Espero verte en el banquete eterno donde Él mismo nos servirá y se sentará a la mesa con nosotros. Mientras tanto…saluda de nuestra parte a don Giussani.

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