Algunos de los recuerdos más queridos de mi infancia son las veladas de juegos y cantos pasadas con los míos, junto a otras jóvenes familias de la zona de Milán en que nací. Estas veladas concluían siempre con una oración común: uno de nuestros padres hacía un elenco de las personas que tenían necesidad de una ayuda particular de Dios y de las situaciones del mundo para tenerlas en el corazón durante el Avemaría (los amigos polacos que sufrían, el sacerdote que había partido a la Argentina, etc.). Y así mi hermana y yo hemos respirado, desde el primer momento, la vida de la Iglesia, en la especificidad del carisma de CL, y la pertenencia a una bella historia que nos precedía y contemporáneamente nos proporcionaba grandes horizontes. Esta experiencia germinal floreció en el tiempo, con diversos matices, hasta asumir el color nítido de mi vocación.
He tenido la gracia de frecuentar las escuelas nacidas de la experiencia educativa de don Giussani: donde he empezado a vivir las primeras amistades verdaderas, en particular con Lucía, una chica con síndrome de Down que me mostró la belleza de abandonarse al amor de Dios en las pequeñas cosas cotidianas.
En Septiembre de 2003 me inscribí en la facultad de Medicina. Los primeros exámenes resultaron obstáculos muy duros y los amigos del CLU se relevaban para ayudarme a estudiar. Con el tiempo, la fatiga dio paso a una enorme gratitud por esta caridad tan concreta, por la educación que juntos recibíamos para abrirnos al mundo, a interesarnos por las cosas que sucedían, a apasionarnos con nuestro estudio y con el futuro trabajo de médicos. La experiencia con los compañeros de Oncología ha contribuido a avivar el deseo de gastarme para dar a conocer a los hombres el sentido de la vida que yo había encontrado. Así, poco a poco, ha crecido en mí el deseo de que todos pudiesen participar de la amistad que me había inundado, junto a la idea de dar la vida por mis amigos.
En 2006, en el Meeting de Rímini, conocí la Fraternidad de San Carlos, en particular a don Emmanuele Silanos. En aquellos días escuché de sus labios esta frase: “Nosotros no partimos por un activismo misionero, sino por llevar al mundo la comunión que vivimos con Dios y entre nosotros”. En estos sacerdotes he visto hombres libres como hijos, amigos, enamorados de Cristo, cada uno con su fisonomía particular. Por primera vez he deseado vivir exactamente como ellos.
Al año siguiente encontré a Rachele. En el diálogo con ella comprendí que tal vez el Señor había preparado un puesto para mí, donde poder vivir una relación preferencial con Él a través de la comunión con otras mujeres que tenían mis mismos deseos.
En el año 2010, aquellas mujeres se convirtieron en mis hermanas. Con ellas comparto todo mi yo, los dones que Dios me ha dado, pero también mis límites y mi pecado. Juntas rezamos, estudiamos, trabajamos, vamos a la misión, nos ocupamos de la casa, caminamos por el camino de la conversión, experimentamos la gracia del perdón. Mirando mi casa, puedo verdaderamente afirmar que el amor de Dios es fiel. A este amor deseo responder para siempre