Nazaret me ha dejado un recuerdo imborrable. Las grutas, aquellas grutas tan míseras, tan pobres: Hic Verbum Caro factum est.
Hic: aquí, en esta nada. Aquí, en una cueva que es inferior a la nada. Porque la pobreza, en cierto sentido, está aún más abajo de la nada. Como la privación de un bien debido, de un bien natural, está más por debajo que el mismo no ser. Como el mal físico, la privación material está más por debajo de la simple ausencia de ser, de la nada; así las grutas de Nazaret: en cierto sentido es como si fuesen más oscuras, más humildes aún de la nada de la que Dios ha extraído el mundo, al principio de los tiempos.
Así que aquí está la pregunta: María, ¿cómo pudiste creer?
Es muy fácil alegar el esplendor de Gabriel. ¿Quién sabe realmente qué vio María, cómo se le apareció el ángel? Esto los Evangelios no lo explican. No, no hay esplendor angélico que pueda facilitar el acceso al misterio de tu “sí”. Hay que venir aquí, mirar estas grutas, para hacerse una idea de cuán grande sea este misterio: fiat secundum verbum tuum.
Ciertamente, los lugares marianos de Jerusalén absorben, suavizan la violencia del primer impacto. En el fondo María no era hija de nadie. Era de linaje levítico, así lo quiere la tradición. Y como hija de un sacerdote levita, tal vez realmente tuvo el privilegio de vivir sus primeros años en el Templo, siempre cerca del Señor, sumergida en la meditación de Su Palabra.
Y sin embargo el misterio permanece: aquí, en Nazaret, en una guarida de estas, el Rey de Reyes fue concebido. Aquí vivió, casi toda su vida. Aquí, Madre, tú has creído. Y cuanto más uno se mira a su alrededor, más se pregunta cómo María haya podido creer. No había profecías, no había nada en las Escrituras que hablara de este lugar, de estos tugurios, de estas tres chozas. Nada. Sin embargo María creyó. Desde luego, sin el misterio de Su inmaculada concepción, la anunciación permanecería inconcebible.
Y en cambio ella creyó, creyó justo porque era pura, sencilla, “sin complicaciones”. Era pura. Es decir, sin complicaciones. Perfectamente preservada en la actitud original, en la postura original de la criatura; en la posición, en la disposición espontánea, natural de la criatura cuando en su primer despertar se descubre frente a la majestad de Su Creador.
Era pura, simple, y por lo tanto pudo atravesar el desconcierto, la perturbación inicial, para abrirse impetuosamente a la promesa imposible, y sin embargo, después de todo, tan natural.
Sí, ¿qué hay más imposible que esta elección de Dios? Y al mismo tiempo, ¿qué hay más natural, más justo, más adecuado en el fondo que esta elección?
Creer que la nada sea lo que atrae a Dios: he aquí lo que es increíble para nosotros – y al mismo tiempo lo que parece lo más natural a la mirada de la criatura realmente pura, no complicada; lo que parece más plausible a la mirada de la criatura realmente fiel a su estructura original, que es el de ser pura espera, puro vacío saturado de una espera infinita. Creer que la nada, el vacío puro sea la única cosa que realmente puede raptar el corazón del Infinito. Creer esto, que a mí pecador, que a mí bizco, miope pecador parece ilógico, in-creíble, es al contrario el acto más sensato y más justo de la razón: ¿qué otra cosa podría amar el Ser si no la nada, si no el “otro de sí”? ¿Dónde podría hacer brillar mejor su luz si no en la oscuridad, en el vacío más vacío?
Virgen Madre, purifica mis ojos ciegos, derrite mi corazón obstinado, parte mi corazón endurecido, incurablemente incrédulo.
Simplifícame, haz mi mirada transparente como el cristal y mi corazón simple, parecido, más parecido al tuyo.