Sábado 2 de julio de 2022, diez jóvenes dispuestos en fila frente al altar erigido sobre la tumba de san Pablo esperan a ser llamados por su nombre y ser consagrados sacerdotes y diáconos. Después se postran y reciben la imposición de las manos. La gran basílica de San Pablo Extramuros quedará impresa en su memoria para siempre. Una circunstancia que les evocará a la extraordinaria historia misionera del apóstol de los gentiles. Un hombre de temperamento impetuoso y una resistencia física excepcional, genial y culto, es conquistado por el encuentro con Cristo resucitado. El curso de su vida cambia. Pablo pasa de la hostilidad hacia la fe a un servicio incansable de las primeras comunidades cristianas. Acepta recorrer por mar y tierra los inmensos territorios del Mediterráneo, llevando por todas partes el anuncio del evento sin precedentes que lo ha alcanzado. En las sinagogas, en las plazas, en las casas y hasta en el Areópago de Atentas, implorará a judíos y griegos que se dejen reconciliar con Dios a través de Cristo. Pablo contempla asombrado el misterio de la llamada que Dios dirige a toda la humanidad y sabe que ha sido elegido para transmitir a su pueblo esta nueva conciencia. Las antiguas Escrituras, que había aprendido de memoria en la escuela farisea, se abren ahora ante él bajo la nueva luz con la que Cristo ha venido a su encuentro en el camino hacia Damasco. El corazón de su anuncio estará constituido por esta sorprendente reinterpretación de los textos sagrados. San Pedro alabará sus escritos, que se copiarán y serán transmitidos de comunidad en comunidad. Con ellos, Pablo proporciona una nueva visión de la historia y del misterio de Dios. Exhorta a todos a hacerse dignos, enseña a vivir según una ley de libertad, anima a esperar la segunda venida de Cristo. En cada ciudad, antes de dirigirse a los gentiles, Pablo se presenta ante los miembros de la sinagoga. Será acogido con afecto y hostilidad, será ayudado y sufrirá persecuciones, arriesgando varias veces su vida. En las vicisitudes que atraviesa, una increíble aventura de sacerdote y misionero, descubrimos una experiencia personal enormemente rica en acentos, plenamente humana. Pablo vivirá cada día la preocupación por los neófitos y por el estado material y moral de las comunidades. Su paternidad es celosa y gratuita al mismo tiempo. Es severo con los que ponen en peligro el fruto de su trabajo o con los que se arriesgan a perderse yendo detrás de fábulas sin fundamento. Habla con franqueza, pero siempre invita a perdonar y a vivir por encima de todo la caridad recíproca. No teme manifestar el afecto que lo liga a sus amigos y la nostalgia que vive, sufre íntimamente los abandonos y las traiciones. Un protagonismo singular, vivido no obstante con una clara virginidad, lo vuelve objetivo e intenso en las preferencias, pero ajeno a los personalismos, signo transparente de Cristo. La sentencia de condena que pondrá fin a su carrera no hará más que sellar para siempre una existencia dedicada por entero a Él.
Volvamos a esos diez hombres jóvenes, dispuestos en fila frente al altar de la confesión del apóstol.
En estos años se han preparado, han estudiado y han aprendido a vivir juntos, pidiendo a Dios por encima de todo penetrar en el misterio de aquella voz que un día los llamó. El entusiasmo que ahora los anima a ir al mundo entero se ha alimentado en un profundo silencio, en el diálogo con Aquel que los tomó consigo, arrancando a algunos de una vida dispersa y confirmando a otros en el atractivo vivido desde que eran niños, convocando a todos a formar parte de una nueva casa, que durante años ha custodiado la profundización de la relación con Él.
Es fácil asociar su experiencia con los primeros años que Pablo transcurrió en Arabia, después de su conversión. Quizá, el futuro apóstol advirtió la necesidad de separarse físicamente de los ambientes en los que era conocido, tal vez movido por el deseo de soledad, por la necesidad de reflexionar. En cualquier caso, fue Dios quien le sugirió este retiro, puesto que quería enseñarle algo. Divo Barsotti escribe: «Dios no necesitaba la grandeza de Saulo, necesitaba su silencio; no necesitaba las dotes de Saulo, necesitaba su fe». Me parece que estas palabras describen bien el itinerario de nuestra Casa de formación. Pablo vivió tres años de silencio, necesarios para absorber la inmensa riqueza de la gracia recibida, de la luz que había visto, de las palabras que se le habían dirigido. Tres años, vividos alejado del clamor de las multitudes y del peligro de los viajes, para tomar conciencia del haber sido salvado por pura iniciativa de Dios, cuando era, sin saberlo, un hombre blasfemo y violento. Tres años, para vivir después toda la vida sostenido por la gratitud y por un gozoso sentido de deuda. Si Cristo ha muerto y resucitado por mí −no se cansará de repetir−, yo tengo que vivir para Él.
Mirando los rostros emocionados y felices de nuestros diez amigos el día de su ordenación, vemos un reflejo de aquella misma profunda conciencia.
Imagen: investidura durante la celebración de las ordenaciones diaconales y sacerdotales, en San Pablo Extramuros, 2 de julio de 2022.