Hoy estaba caminando sobre las dulces y sugestivas colinas de Umbria cerca de Porchiano. El ocaso estaba llegando a su fin. Podía percibírsele sobre el horizonte, incluso si una sutil neblina intentaba escondernos el resplandor. Silencio. Todo estaba envuelto por el silencio. Sólo algunas hojas jugaban con el viento y dejaban escapar un discreto crujir. Paz. Delante de mí descendía una colina. Antiguos olivos se recostaban sobre ella dulcemente, refiriéndole quizás algunos secretos arcanos.
En este silencio he empezado a sentir la voz de la vida, de esa vida normalmente escondida, huidiza, cambiante. La luz decrecía y se llevaba consigo el día. No obstante advertía que estaba esperando que yo escuchase las últimas notas antes de la noche. Así que me he retrasado fijándome en aquellos olivos, percibiendo la historia y el tiempo que escondían entre sus raíces. El agua que han embebido, la tierra que han transformado en aceite, el frío al que han confiado su temblor y el calor al que han pedido un poco de piedad. He visto sus ramas como manos alzadas al cielo en una oración cósmica sin palabras, sino únicamente con sonidos y perfumes. De este modo he intuido que escribir es un intento de dar palabra a los árboles, a las colinas, es descubrir las palabras que se encuentran en las puestas de sol, en el viento, en el silencio. Aquellas palabras que no se está en posición de oír pero que aceptan revestirse de pequeños signos humanos para que los demás humanos puedan ser escuchados. Escribiendo, las cosas que ninguno percibiría se llama la atención de cualquiera, o al menos a aquella de quien la escribe. Escribiendo, los instantes que ninguno capta, se fundamentan. Escribiendo, la realidad desvela su valor más profundo. En toda rosa, rostro, mar u ocaso existe un regalo escondido. Es necesaria la palabra, la reflexión, la contemplación para que tal don pueda ser abierto y así pueda nacer la alegría y la alabanza.
Escribir es encontrar las palabras que hacen no desvanecerse los instantes, que saben individuar aquello que no muere del tiempo. La palabra hace emerger la belleza envuelta en el corazón de cada cosa, la sabe hacer aflorar, la sabe alabar, la sabe entregar a la eternidad.
Escribir, por consiguiente, de aquello que se ve, se siente y se toca, para poder acoger aquello que no se siente y no se toca, pero que seduce nuestro corazón con una fuerza invencible. La palabra es la clave de acceso a la profundidad de las cosas. Todo espera ser revelado en su verdadero significado.
Los olivos, ondeando al viento, nos confiaban el deseo de que alguien les diese voz, que alguien tomase el calor que hay en ellos y que ansía alcanzar el cielo, que alguien recamase las palabras de su celestial letanía al Creador.
El sonido de un coche a mis espaldas quiebra mis pensamientos. Mi mente se distrae y en un momento todos los diálogos se pierden. Me descubro solo y sobre la tenue luz cae ahora la noche. Las hojas han perdido su voz; en las ramas, ahora, no veo más que ramas. Sin embargo, estos pobres caracteres, estas míseras palabras traen en ellas encerrado, para siempre, un rayo de aquel momento, de aquella paz, de aquella alabanza secreta.