Se dice que la cárcel es el lugar que nunca duerme. Grandes llaves abren y cierran puertas pesadas que se cierran detrás de ti; notas de canciones de rap y música neomelódica napolitana llenan el aire con sus armonías de lamento, dulces y hoscas; alaridos de jóvenes exaltados por ganar al billar o al pelearse entre sí por una broma que ha salido mal; miradas extraviadas en busca de otras miradas…; palabras que gritan, chillan, dirigidas a imponer y ordenar, palabras que se pronuncian casi con la esperanza de que alguien venga a acogerlas. Todas estas palabras, de un modo y otro, están cargadas de vida. Para mí, que soy sacerdote, ¿qué mejor palabra puede narrar la Vida, quién soy yo, quiénes son los chicos y quién es Dios, sino la que Él mismo nos ha regalado?
Voy a la cárcel de menores de Casal del Marmo desde hace más de diez años, tratando de estar junto a menores y jóvenes adultos que llegan allí sufrientes, probados y vencidos por la vida, con una desconfianza hacia sí mismos y hacia los demás elevada a la enésima potencia. ¿Cómo encontrarse con ellos realmente? ¿Cómo llegar a su corazón? ¿Cómo aprender a alegrarse por el simple hecho de que cada uno está, por su ser único? Son preguntas que me acompañan siempre, cada vez que voy a la cárcel. Y la respuesta siempre se me ha sugerido en la Palabra de vida, siempre antigua y siempre nueva, que se ha hecho rostro humano.
Al compartir la vida cotidiana con los jóvenes de la cárcel descubro que el Evangelio toma vida en mí y a mi alrededor, de modo que experimento toda su concreción. Hay pasajes que te llenan por completo y que ya no te los puedes sacar de dentro, que describen lo que yo soy y estoy llamado a ser: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
Del Evangelio aprendo que el amor no es un sentimiento, sino una decisión. Los chicos me lo recuerdan cada día. Es necesario decidir apostar por él, para que la necesidad pueda ser el inicio de un camino en el que compartir de un modo más auténtico y profundo; decidir aceptar y respetar los tiempos, para que el corazón y la libertad de un joven cedan. Es una posición que da vértigo. Es necesario aceptar morir para que la vida renazca, dejarse herir para sanar otras heridas. Siempre pienso en el episodio en que Jesús se encuentra ante la pregunta del joven que quiere ser feliz; después de mirarle fijamente a los ojos, lo amó, le dijo que lo dejara todo y lo siguiera. Pero aquel joven prefirió otra cosa y se fue triste. Quién sabe el dolor que hubo de sentir Jesús en su corazón. Se le empañarían los ojos de lágrimas y alguna descendería por su rostro, como me sucede a mí cuando pienso en alguno de estos jóvenes. Es necesario decidir creer en cada uno, con una confianza casi descontrolada, sabiendo de antemano que lo más probable es que me traicionen. Decidir ser ese padre que, impotente, deja partir a su hijo, sabiendo bien que hará de todo, pero que nunca renuncia a esperarle y encomendarle.
El tiempo de la cárcel tendría que ser el tiempo de una semilla potente, de relaciones positivas que permanecen y pueden ser de nuevo descubiertas a lo largo de la vida, el tiempo de una Palabra que para afirmarse no necesita muchas palabras; una Palabra que habla a través de un rostro, un abrazo, una sonrisa, unos gestos y hechos concretos.
Al contrario de lo que domina en la cárcel, es una palabra amable y fuerte al mismo tiempo. No tiene prisa por hacerse respetar de inmediato, sabe esperar el momento oportuno; no empuja para hacerse un hueco en el corazón de los chicos, pero es capaz de volver a hacerle entrar en calor; no necesita gritar para ser acogida, más bien, se ofrece, porque su idioma, el amor, lo comprenden todos.
Esa semilla que crece, tanto en verano como en invierno, haga sol o llueva, y nadie sabe cómo, me llena de una esperanza infinita. Poco a poco el Evangelio cambia mi mirada sobre la realidad y la vida de estos chicos. He aprendido que es necesario ver en la pequeña semilla el árbol que llegará a ser. Si uno se para en el presente de un chico, nunca cambiará. Si, en cambio, uno es capaz de mirar en él todo el bien que es y que puede llegar a ser, entonces, realmente puede suceder algo. Y esa Palabra, aparentemente dormida en el jaleo de la cárcel, en realidad nunca duerme.
Imagen: durante una visita de don Nicolò a la cárcel de menores.