Muchas veces dejo el «convento» usando la puerta de atrás. Es más cómodo para tirar la basura y coger la bici o el coche para ir al colegio. En realidad ya no es realmente un convento y en estos espacios amplios y luminosos se encuentra nuestra casa de misión y la sede de Caritas de Viena. Aquí es donde, sobretodo en los meses cálidos, viene gente de todo tipo, más de una vez con una taza de café en la mano y un cigarrillo. Pasean, hablan entre ellos, pasan el día en el parking sentados en bancos recogidos de no se sabe dónde. Entre ellos hay dos categorías de personas: los asistentes sociales y los asistidos. Estos últimos tienen muchas cosas en común: son sintecho, extranjeros, enfermos y carecen de un seguro médico. Desde hace aproximadamente dos años viven en la sede de Cáritas, que les recoge de la calle y los acoge. Henry viene de Eslovaquia: me para para pedirme un cigarrillo y lo hace en italiano. Le pregunto dónde ha aprendido mi idioma. «En Trieste, padre», responde. «Pasé siete años en la cárcel en Italia, me trataron muy bien». Cuenta con nostalgia episodios de su pasado y lamenta su débil salud. Me habla de su dolor de piernas, de la intervención quirúrgica que quizá tenga que hacerse. En definitiva, es difícil ir por la puerta de atrás sin llegar a conocer las necesidades de estas personas. Nosotros intentamos ayudarles de alguna manera. A veces les regalamos un paquete de cigarrillos, les conseguimos un par de zapatos, intercambiamos dos palabras, nos paramos a escuchar sus historias. Thomas llega en silla de ruedas, sujeta una lata de cerveza entre las piernas, que le llegan solo hasta las rodillas. Las dos prótesis con las deportivas blancas están abandonadas cerca del banco. «¿Qué te ha pasado en las piernas?», le pregunto. «Las olvidé en el tren, bebí demasiado». Pregunta si tenemos un ordenador viejo que le podamos dar para escribir correos. Es de origen polaco, como sus amigos, un pequeño grupo guiado por Marco, que se mueve ayudándose con un carro. También él habla bien el italiano, trabajó en un restaurante cerca de Roma y dice que conoce algunas recetas. Me pide un teléfono. «¿A quién quieres llamar?». Él responde: «No, los vendo para comprar vodka». Me sorprende el sentido de la ironía que tienen, una cierta sinceridad que se da incluso en la dramaticidad de la situación en la que viven. Muchas veces les acompañan médicos que hacen voluntariado y que les ofrecen las curas estrictamente necesarias. Rosa viene de Yugoslavia: necesitaría hacer fisioterapia, pero cuesta demasiado. De manera que intentamos recaudar dinero para lo que necesita. Durante la preparación de un concierto, mientras hago la lista de personas a las que invitar para sostener la iniciativa, Marie, la artista, me dice: «No quiero tocar por recaudar dinero para ellos, ¡quiero tocar para ellos! ¿No podemos invitares?». Dicho y hecho. Su observación me ha recordado que estas personas tienen la misma exigencia que yo, que la música y la compañía no son solo instrumentos para recaudar dinero sino dimensiones que enriquecen el corazón. A mi primer pensamiento –«tengo que hacer algo por ellos»–, se le añade un segundo: «Podría ser uno de ellos y me alegraría mucho si me invitaran al concierto». Poco a poco, estos encuentros esporádicos se han convertido en relaciones de amistad. Desde hace un año, los miércoles invitamos a comer a nuestra casa a algunos de ellos. «Para mí el miércoles es como el domingo», dice Luise. Cocinamos juntos, intercambiamos recetas, intentamos comunicarnos en idiomas diferentes. Antes de comer, Marta, que siempre llega con alguna naranja o chocolates, nos recuerda con gestos elocuentes que debemos dirigir el corazón al cielo. Conmueve ver la seriedad de estas personas al levantarse ante la mesa, quitarse la gorra, juntar las manos y se dirigen con sencillez al Señor.
También para nosotros, al compartir con ellos algo de tiempo, paulatinamente aparece en el horizonte una nueva posibilidad de mirarles a través de las palabras de Jesús: ama al prójimo como a ti mismo. Si miro a estas personas como a una parte de mí –quizás la parte que más olvido deliberadamente–, toda extrañeza desaparece. En su cercanía percibo la del Señor que, a menudo, elige la puerta de atrás para entrar.
(Giovanni Micco es párroco de la Anunciación de la Virgen María, en Viena, Austria. Imagen: dos huéspedes de Cáritas en la cocina de la casa de los sacerdotes).