Francesco y Vanja: la historia de una relación, con sus idas y venidas, de treinta años.

Las llamadas de Francesco Bertolina vienen precedidas de una fotografía, un fragmento de belleza pillado al vuelo: un atardecer siberiano con nubes escarlatas que rasgan el horizonte, un bosque de abedules blancos que brillan al margen del camino, una madre con dos niñas que cantan villancicos en un cuartucho sin adornos. Las imágenes vienen acompañadas de palabras: historias de vidas echadas a perder, matrimonios fallidos, hijos sin padres en pueblos que soportan malamente el abandono y el avance de la ciudad. En esta ocasión la fotografía es inaudita: un efecto de luz fulgurante en el azul del cielo sobre una calle nevada que ilumina un camino, tal vez una meta, un destino. Después, llegan las palabras de una historia que, desde su inicio hace casi treinta años, ha mantenido viva una amistad, generando de un modo imprevisible, incluso a través de una muerte, nuevas posibilidades de relaciones.
«En unos meses, el 25 de abril, celebraré el aniversario de mi ordenación sacerdotal. Pero en estos días me acuerdo de otra fecha: el 28 de septiembre de 1991 llegué por primera vez a Siberia. Ubaldo y yo aún éramos diáconos, nos acompañaba Jean Francois Thiry, un Memor Domini que hoy vive en Moscú, responsable de la Biblioteca del Espíritu, y Gianni Marberti, el único sacerdote. Pocos meses antes, Juan Pablo II había creado dos administraciones apostólicas en la Rusia europea y la asiática, lo que supuso un nuevo inicio para la Iglesia católica en Rusia. Recuerdo haber escuchado la noticia por la radio en un peaje cerca de Parma. Ya sabía que iría a Siberia y estaba contentísimo. El obispo Joseph Werth se haría cargo del inmenso territorio de esta tierra, desde los Urales hasta Vladivostock».
Don Francesco llevaba en Novosibirsk un año y medio cuando al obispo se le comunicó la presencia de católicos alemanes en dos pueblos en los que sigue estando presente la misión de la Fraternidad: Palovinnoje y, al sur, Karasuk, cerca de la frontera con Kazajistán. Por entonces, la iglesia que Francesco ha construido con una paciencia infinita seguía en obras. Por ello, llamó a un joven que vivía en la zona para que hiciera de vigilante por las noches. Se llamaba Vanja, tenía 17 años. «Cuando terminó el colegio, se hizo militar», recuerda. «La mili duraba un año y medio. Mientras tanto, su hermano mayor Jura ocupó su puesto y me ayudaba en la construcción del edificio». Vanja volvió al cabo de un tiempo y una noche se fue de juerga con un hermano menor y algunos amigos. Bebieron vodka y rieron hasta que un hombre borracho que poco antes había salido de la cárcel llamó a la puerta. Los chicos sabían que era una persona violenta y no abrieron, pero él destrozó una ventana y se introdujo en la casa. Hubo una pelea y al día siguiente alguien lo encontró en el suelo, muerto. Vanja y su hermano admitieron que se habían peleado con él, no recordaban nada más y los amigos se desentendieron de toda responsabilidad. Al final, lo condenaron a diez años de cárcel. «Fui a verle varias veces, pero le cambiaban a menudo de sitio y no era fácil visitarlo con regularidad. Además, en la cárcel enfermó de tuberculosis y pasó mucho tiempo en el hospital. Ljena, una chica que había crecido con él y le quería, iba a verle todos los meses. Le llevaba comida y hablaban. Supe que se habían casado por lo civil mientras estaba en la cárcel, porque no estaban bautizados».
Cuando Vanja salió, se fue a vivir con Ljena y tuvieron una niña. Estuvieron juntos desde el 1999 hasta el 2016. «Un día, mientras estaba en Novosibirsk, Ljena me llamó: ‘Vanja ha perdido el conocimiento, está fatal. No saben qué tiene. Quiere verte’. Fui al hospital y cuando llegué deliraba. En un momento de lucidez me pidió que lo bautizara y así lo hice. Recuperé la relación con él, pero había cambiado, me costaba entenderle. Había renunciado a su idea de vivir en el campo y había empezado a beber. Cada cierto tiempo se dejaba ver. Un día supe que había dejado a su mujer y se había ido con otra, una viuda, Ljuba. Vivía con ella y su hija de doce años en Novosibirsk».
El relato de Francesco se interrumpe varias veces: una mujer anciana, una babuska, quiere saber el horario de misa, hay que arreglar el techo en Palovinnoje y hay una pérdida de agua en Berdsk, donde está la parroquia de Alfredo Fecondo. Mientras tanto, me llegan algunas fotos: Vanja, un hombre de cuarenta años alto y delgado, con facciones hundidas, de mirada seria. En una foto se apoya en un bastón, en otra está rodeado de sus compañeros de cárcel, en la última está sentado en un banco con una mujer muy rubia, Ljuba, su compañera de los últimos años. En el fondo hay grúas, sobresalen por encima de edificios inacabados en la periferia de la ciudad. «Ljuba vivía en el pueblo donde se había mudado la familia de Vanja, a unos cien kilómetros de Novosobirsk. ¿Ves cómo todo está conectado? Los padres se habían ido de Palovinnoje por vergüenza y él, una vez que salió de la cárcel, había conocido a esta chica cuando iba a verlos. Después, buscó un trabajo en Novosibirsk, aunque tenía una especie de epilepsia por un hematoma en la cabeza. Intenté mantener el contacto con él. Durante las temporadas en que estaba desocupado le llamaba para que viniera a Palovinnoje a hacer algún trabajo, pero sobre todo para recuperar la vieja amistad. Realmente Vanja era una persona afable. Cuando no bebía, era un chico especial, le gustaba hacer bien las cosas. Yo dejaba que hiciera todos los trabajos minuciosos…».
Entonces, las cosas se precipitaron. Ingresaron de nuevo a Vanja y cuando salió del hospital dependía de las medicinas para soportar el dolor. «El 26 de septiembre, al terminar de comer, me llegó un mensaje de Ljuba: ‘Vanja ha muerto’. No supe qué pensar. Por la noche me explicó que ya no conseguía respirar, murió en la ambulancia. Me dijo el sitio donde tendría lugar el funeral y le aseguré que iría para rezar con los familiares. Llamé a Ljena, que lo había cuidado durante dieciséis años y que había tenido una hija con él. Me confesó que le inquietaba volver a ver a los hermanos de Vanja. Recordaba que cuando él bebía y desaparecía durante días enteros, no quisieron ayudarla». Francesco cuenta sus tristes historias con una delicadeza que transforma una vida echada a perder en un destino precioso. Explica que «desde el momento en que una persona entra en tu vida, entra en la eternidad. Ya no puede salir de ahí. Es como si el Señor le estuviese dando el ser en ese momento para ti. Entra la perspectiva de la eternidad, de modo que ese encuentro es para siempre y tendrá un desarrollo original que no se me concede conocer. Pero es para siempre. De aquí nace una tensión hacia las personas y su historia, que muchas veces es dramática. No lo descubres inmediatamente, sino poco a poco. Por eso es necesario tener una postura que respete a las personas que el Señor te pone delante. Cada una de ellas te descubre el rostro de Dios en tu vida, en cierto sentido te abre al Misterio. Esto permite encontrar una positividad en cada persona y con ellas se crea un lazo, también afectivo». Francesco habla con Ljena, le recuerda esos 300 kilómetros que recorrió cada mes durante diez años para llevar a Vanja comida a la cárcel. Le confiesa que siempre admiró su constancia y dedicación. Ella acepta ir al funeral.
Al día siguiente, Bertolina llega en coche a casa de la madre de Vanja. El padre se había suicidado años atrás. Llovía a cántaros, hubo tiempo para hacer una oración en el patio, pronunciar algunas palabras y después fueron al cementerio. «En el coche, Ljena se desahogó y me soltó todo el sufrimiento que había vivido en esos años. Había intentado recuperar a Vanja, le pedía que no bebiera. Pero esto solo le había llevado a la exasperación: él no soportaba haberse convertido en alguien diferente al que era antes. En el cementerio mientras esperábamos a que los trabajadores lo enterraran, vi algún rostro familiar. Un hermano de Vanja me dijo: ‘Tenemos que vernos porque quiero bautizarme y quiero que también bautices a mis cinco hijos’. Después, un primo me dijo: ‘Querría hablar contigo, dame tu número’. Mientras echaban la tierra sobre el ataúd, se acercó un desconocido. Explicó en pocas palabras su historia: ‘Estuve en la cárcel con Vanja. He llorado por primera vez en mi vida cuando te he escuchado hablar’. No sé lo que le impresionó exactamente de lo que dije. Le di mi número de teléfono y le dije que me llamara para hablar con calma. Había otro compañero de la cárcel, se llamaba Sergej, un protestante baptista cuya mujer era ortodoxa, vivían en Bjersk, donde está la parroquia de Alfredo. Como amigo de Vanja, Sergej me consideraba su amigo. Prometió que me llamaría y unos días más tarde me envió una foto con su mujer y su hija». Por último, Jura, el hermano mayor de Vanja, cuyos hijos habían sido bautizados por Fracesco. «Estaba en silencio. Me di cuenta de que había empezado a beber. En todo caso, lo considero un gran amigo. El año pasado vino a verme a la iglesia. Quería ver en qué punto estaban los trabajos que había empezado conmigo».
Francesco sonríe mientras relata la paradoja de un «funeral que se transformó en vendimia». Pero se corrige: «Quizá vendimia no es la palabra adecuada para decir que nuestros proyectos no son los de Dios. Todo es imprevisible, suceden muchas cosas que en el momento solo se dan en potencia, como el amanecer. Y, entonces, esperamos ver el sol». ¿Qué nos toca hacer a nosotros? «Yo siempre intento estar lo más abierto posible. Si alguno no se ha portado demasiado bien, no le mido, sigo adelante. Hay que entender de qué modo se concretan estas perspectivas en el tiempo. Esto también depende de mi libertad y la de la gente con la que me encuentro». ¿Es un riesgo? «Si me pongo a pensar en cuánto gasto en tiempo, dinero, esfuerzo por el trabajo que estoy haciendo, parece que la cosa no encaja: todo es absolutamente desproporcionado. Pero Jesús hizo lo mismo. El modo con el que Él ha venido a nuestro encuentro es desproporcionado. ¿No es evidente?».

Francesco Bertolina, en misión en Siberia desde 1991, es párroco en Krasnazjorsk y en Palovinnoje. Imagen: con algunos parroquianos en 1995.

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