Hace cuatro o cinco años, cuando estaba en misión en Taiwan, fuimos invitados por los misioneros jesuitas a su casa de Taipei. Querían conocernos, saber algo más de nuestra historia, del carisma del que procedíamos. Me sorprendió la atención con que estos sacerdotes maduros, ancianos, escuchaban la narración de nosotros tres, sacerdotes poco más que treintañeros. Después fue la misa, presidida por un sacerdote español de 94 años. Me llamó la atención su vitalidad y el entusiasmo con el que nos decía: «estamos felices de acoger vuestra nueva realidad, vuestro nuevo carisma dentro de la historia de las misiones de la Iglesia en Taiwan y en China». Y además se puso a contar con pasión la historia de ellos en tierra china, una historia que comenzaba en el 1500 con Matteo Ricci y sus compañeros de misión.
Aquel episodio me ayudó a comprender mejor lo que quiere decir «tradición». Y que quiere decir que nuestra Fraternidad está llamada a ser una escuela dentro de la que la riqueza de experiencia, juicios, fe viene comunicada de una generación a otra. Todas nuestras casas son llamadas a ser el lugar donde se produce esta comunicación, en la que cada uno de nosotros se nutre de esta escuela. Y aún antes cada casa está llamada a mirar la experiencia que pertenece a la Fraternidad entera.
Esta es una ley que vale para todo hombre: sin una casa, sin un lugar físico dentro del que compartir la vida, no es posible conocer. Así sucede también para el niño, que aprende a dar nombre a las cosas a través de los rostros familiares, de lugares, de gestos que lo introducen, poco a poco en el misterio de la realidad entera. Comienza así el camino entusiasmante de la educación, que se concreta, a veces, en enseñantes puntuales, precisos, o bien mediante un proceso osmótico en el que el niño asimila gustos, experiencias de los padres, de los hermanos, de los abuelos. Esla experiencia de la tradición. La familia, la casa son entonces la primera escuela, donde cada uno de nosotros es tomado de la mano y ayudado a descubrir la belleza de la realidad y a buscarle el significado último.
Nuestras casas están llamadas a asemejarse a los hermanos de una misma familia: también en la diversidad de temperamentos y en la particularidad de los rasgos de cada uno, en cada hijo es posible reconocer el rasgo común de los padres. Del mismo modo, entrando en cada una de nuestras casas, participando en los gestos propuestos en nuestras misiones, cualquiera debería poder reconocer la misma sensibilidad, el mismo cuidado de los particulares, la misma atención a los fundamentos de nuestra vida.
Este año se cumple el trigésimo aniversario de nuestra fundación: no tenemos una historia de quinientos años como la de los jesuitas, pero también nosotros somos llamados a recabar la riqueza que toda historia de la Iglesia nos ofrece.
Hace pocos meses, hemos tenido la gracia de encontrarnos con el papa emérito Benedicto XVI. Hablando de nuestro seminario, nos ha aconsejado mirar la gran tradición de las escuelas monásticas, captar su inteligencia de juicio sobre el pasado y el presente; nos ha recomendado, además, estudiar a los Padres de la Iglesia que se han visto en una situación análoga a la nuestra en la que una civilización parecía llegada al ocaso, sin olvidar a los maestros que hemos conocido y amado, a partir de Giussani, Balthasar, De Lubac.
El papa emérito que nos ha reclamado también al encargo a lo que todo esto tiene como fin, aquel de llevar a los hombres el más bello don que cada uno de ellos espera: el conocimiento de la verdad, hecha posible sólo en la acogida del anuncio del Evangelio
Norman Rockwell, «Looking out to sea»,1919.