De repente, en estos últimos meses, la palabra “acogida” ha salido del anonimato y se ha encontrado en el centro del debate público. Las grandes migraciones de los pueblos, empujados por la necesidad hacia el viejo continente europeo, han colocado el problema de la acogida en primer plano.
Sin embargo el problema de la acogida no tiene que ver sólo con los grandes eventos, con la política o la acción social. Es algo que atañe a la vivencia de cada uno. Para convivir es necesario acoger. Aceptar que los demás tengan un espacio en nuestras existencias. En el trabajo, en los condominios y en la familia misma. Además, acoger significa enfrentarse con la diversidad de los demás. El otro, el que se encuentra a mi lado y entra en mi espacio vital, nunca es como yo quisiera; nunca lo puedo reducir a la imagen que me he formado de cómo él debería ser. Sin embargo, algo siempre nos está empujando instintivamente a reducirlo: nos gustaría que el otro, que la vida nos ha puesto al lado, no nos molestara demasiado, que no nos obligara a cambiar nuestras costumbres. Es verdad: a veces los cambios son dramáticos, pesados de cargar; pero, normalmente, los que más nos molestan no son los cambios mayores. Son más bien los cambios cotidianos, pequeños, en el trabajo y en la casa. Si alguien ocupa el sitio donde habitualmente aparcamos, eso nos hace enojar, y a lo mejor hay mucho espacio diez metros más adelante… Si los proyectos que un hijo tiene son distintos de los que sus papás se han imaginado para él, la vida familiar se vuelve insostenible. Si el abuelo ya no puede vivir solo, son pocas las familias dispuestas a acogerlo en la casa. Acoger nos da miedo. La diversidad nos da miedo. ¿Porqué?
La diversidad molesta porque no entra en nuestros esquemas de pensamiento y en nuestras costumbres. Pone en peligro nuestro proyecto de paz y seguridad. El Evangelio pone de manifiesto el riesgo que existe en un ideal de paz y seguridad construido sobre la base de un proyecto nuestro. Es la parábola de aquel hombre rico que ha alcanzado una cierta seguridad, las cosas andan bien, el campo le ha brindado una cosecha abundante. Entonces se ilusiona con la construcción de unos graneros más amplios, y luego jubilarse y vivir de lo que ha acumulado. ¡Necio! —es la voz de Dios que habla— Esta misma noche te reclamarán la vida. ¿Para quién será entonces todo lo que has preparado? La avaricia no es, como comúnmente pensamos, guardarlo todo para uno mismo, sino más bien un ideal de seguridad en el que, igual que el rico de la parábola, intentamos acumular defensas, esquemas, costumbres para una vida que se sostiene en una paz engañosa, sin molestias, sin ningún dolor. Intentamos acumular barreras y filtros para no sufrir, al fin y al cabo para no deber morir. Pero, como dice la parábola, se trata de un intento inútil, “necio”.
Dijo Jean Vanier: Acoger es un signo de verdadera madurez humana y cristiana. No se trata solamente de abrirle a uno la propia casa. Es hacerle espacio en el corazón (de uno) para que él pueda existir y crecer; un espacio donde se sienta aceptado tal como es, con sus heridas y con sus dones. Esto supone que exista en nuestro corazón un lugar secreto y en paz, donde los demás puedan sosegarse. Si el corazón no está en paz, no puede acoger.
No es posible acoger si no existe una fuente de seguridad en el corazón. Una fuente que, como nos dice el Evangelio, no puede ser fruto de un esfuerzo nuestro, de una capacidad de defensa que hayamos desarrollado, de un inútil intento nuestro. Acoger es descubrir lo que Uno ya hizo con nosotros. Hemos sido acogidos primero, nuestra diversidad ha sido aceptada, hemos recibido un espacio. Existe alguien que nos ama así. Esta es la única e inmensa seguridad que ningún miedo puede vencer. Una seguridad que vuelve el ansia inútil. Entonces entendemos porque Jesús se pone a sí mismo en el centro de la acogida: Era forastero y me acogieron (Mt 25,35). Lo hace para librarnos de la prisión de nuestra ansia, de nuestra avaricia existencial. Dios es sumamente distinto de nosotros, pero aprendiendo a acoger, haciendo espacio a otros, hacemos espacio a Él, única verdadera seguridad posible para nuestro corazón.

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