Don Julián Carrón se ha encontrado con algunos seminaristas y sacerdotes en la Casa de formación. Durante la misa, ha dirigido estas palabras.

 
En las lecturas de hoy vemos como también a quien ha sido elegido por Dios – ya sea el pueblo de Israel como los discípulos de Jesús – ningún desafío se les ha evitado, ni siquiera el sufrimiento. La lectura apocalíptica intenta responder a la situación de persecución buscando sostener la fe de aquellos que viven la prueba. ¿Cómo la sostiene? Ayudándoles a mirar a tener una inteligencia de la realidad como la que hemos visto en la primera lectura (Dn 5, 1-28), Daniel es elogiado por estar dotado de un espíritu inteligente, de una sabiduría extraordinaria, y no por haber estudiado mucho, sino porque tiene un sentido de la realidad, un sentido de la verdad de las cosas, que no le hace permanecer en la apariencia.
En aquel momento el rey y su imperio parecían tener la última palabra sobre la historia. Sin embargo, una mirada verdadera como la de Daniel es capaz de ver en profundidad, más allá de la apariencia. Así nos ayuda a todos nosotros, así como a sus contemporáneos que vivían en el sufrimiento, a entender cuál es el sentido de todo, donde está el punto de apoyo para vencer el miedo.
También Jesús hace así. «Seréis traicionados hasta por los padres, por los hermanos, por los parientes y por los amigos, y matarán a algunos de vosotros; seréis odiados por todos a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza se perderá» (Lc 21 16-18). Lo que la liturgia nos ofrece continuamente es la certeza del reconocimiento de la verdad más allá de la apariencia. No hace apoyarnos sobre la verdad, que permanece también cuando a veces puede parecer derrotada por la apariencia. Pero es una victoria sólo aparente. Esto es un reto a nuestra fe: ¿creemos que esta verdad, que puede ser puesta a prueba, puede permanecer y, al final, vencer? ¿O bien estamos a merced de la apariencia?
Nuestra certeza es puesta a prueba para darnos la posibilidad de adherirnos aún más. Todas las ocasiones en las que se encuentra Israel son momentos de crecimiento para la vida del pueblo, así como lo son para nosotros las circunstancias actuales. ¿Creemos todavía en el designo de Dios? ¿Quién habría jamás pensado que elegir a uno como Abraham habría podido cambiar la historia? ¿Quién habría jamás elegido un método así? Esto puede ocurrir en los inicios, a lo largo de la historia del pueblo de Israel, puede ocurrir durante la vida de Jesús y de los primeros cristianos, y puede acontecer también a nosotros hoy.
Sólo quien ha tenido la experiencia – una experiencia verdadera – de aquello que permanece, sólo quien ha reconocido en la propia vida y en la vida de la Iglesia, la cosa más verdadera, podrá tener la certeza. Sólo así, la fe no se queda en un voluntarismo o en un esfuerzo titánico, como si debiésemos sostener nosotros la confusión del mundo. Nosotros debemos, simplemente confiar en la potencia que guía la historia y que promete que «ni un solo cabello de vuestra cabeza se perderá».
Esta es la certeza que la liturgia nos comunica y que Jesús confirma en la Eucaristía: «He aquí, que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Este es el misterio de nuestra fe, que todos ahora somos llamados a reconocer libremente.

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