No es fácil construir una familia en la sociedad en que vivimos. No por casualidad, una pregunta que me plantean a menudo es cómo mantener un equilibrio entre los deberes del trabajo y la sacralidad de la familia. Pienso que hace falta ante todo establecer unas prioridades, aunque no deben ser prioridades exclusivas. Nadie en realidad puede pensar que la modalidad expresiva de su propia vida se agote en la familia, como nadie puede pensar que esta modalidad expresiva se agota en el trabajo. Establecer una prioridad absoluta, de hecho, significa morir. Tristemente es lo que le pasa a la mayoría. Muchas personas elevan no tanto la familia, sino los afectos, a horizonte total de la propia experiencia y se encuentran así corrriendo detrás de un amor a otro, de una búsqueda afectiva a otra. Para otros, al contrario, la totalidad la constituye el trabajo y esto lleva al fin de cualquier relación afectiva. Se llega incluso a teorizar que los vínculos de amistad y de amor no deberían cultivarse. A veces los periódicos relatan acerca de mujeres embarazadas que pierden el empleo a causa del embarazo. Estos hechos representan la extrema expresión de la absoluta prioridad que nuestra sociedad atribuye al trabajo respecto a los afectos, sobre todo los afectos duraderos. En cualquier caso, incluso obviando los casos límite acabados de describir, está claro que el equilibrio es difícil de encontrar.
Para establecer una jerarquía de prioridad justa, que no excluya ningún aspecto de lo humano, es necesario que cada uno se pregunte cuál es su propia vocación. Esta pregunta, que puede parecer agobiadora, es en realidad liberadora. Toda vocación, en efecto, es inclusiva, porque abraza y valoriza todas las inclinaciones del hombre. Toda verdadera vocación lleva consigo todas las otras vocaciones de una persona. ¿Cuál es por tanto la vocación que queremos vivir? Para quien se ha casado, la vocación primaria está constituida por el matrimonio y todo el resto de la vida debe ser juzgado a la luz de la familia. Voy ahora a describir algunas indicaciones prácticas que ayuden a atribuir el justo privilegio a la vocación familiar.
Decidir juntos
Ante todo me parece importante aprender a decidir junto a la propia mujer o marido cuánto tiempo dedicar al trabajo. La modalidad o la medida del compromiso en el trabajo no pueden ser decididas autónomamente, aunque no es necesario que se llegue a evaluar juntos todos los detalles. El matrimonio, de hecho, es una comunión, y las cuestiones que conciernen a la familia deben ser afrontadas dentro del riesgo de una comunión vivida. Esto no vale tan solo en el ámbito profesional, sino también para la elección del colegio donde enviar a los hijos, o también para los métodos educativos que se siguen, por los permisos que se deben conceder o negar, por el coche o la cocina que hay que comprar. Las decisiones que constituyen el tejido de la cotidianidad de una familia pueden ser causa de mayor cercanía o de mayor lejanía, ocasión de encuentro y dialogo o bien causa de divisiones y problemas. Hace falta por tanto aprender a decidir juntos, escuchándose, acogiéndose mutuamente y paragonando las propias razones con las del otro.
Allá donde estén, está bien que también los hijos entren en el proyecto de la familia. Un marido y una mujer deben aprender a tomar sus decisiones también pensando y mirando a los hijos. Para mí, en estos años, se ha hecho cada vez más evidente que los padres que no tienen tiempo para los hijos preparan para ellos un porvenir muy difícil. Es fundamental que un padre encuentre alguna hora para jugar con su niño. Los padres deben buscar las ocasiones para discutir con los hijos, para estar con ellos, para reír y llorar juntos.
Otro aspecto importante es la relación entre familias. Hay que estar atentos a no aislarse. La tendencia a concebirse solos es en el fondo un aspecto de la exclusión de Dios de la propia existencia. En efecto, Dios es excluído de la vida cuando uno vive la ilusión de poder caminar solo, cuando piensa tener fuerzas y capacidades suficientes para alcanzar la propia realización, como individuos, como parejas y como núcleos familiares, y esta es exactamente la razón por la cual se tienden a cortar relaciones con otras familias. No aislarse no significa decidir todo junto a los amigos, ni aún menos delegar a otros las propias responsabilidades. Hay sin embargo un camino de crecimiento que debe llevarse a cabo como comunidad. Por esto hace falta también aceptar dejarse guiar por alguien que tenga una conciencia más viva del ideal al que se tiende, a lo mejor por una familia entre las otras.
La oración
Decidir juntos no significa tan solo tomarse en serio la relación con el propio marido o la propia mujer, sino también, y aún más, tener en cuenta a Dios. En las decisiones debemos recordarnos que Dios está con nosotros. Una de las causas principales de la fragilidad de la familia está en el hecho de que Dios ha sido excluido, si no de forma teórica, por lo menos desde el punto de vista práctico. Se tiende a pensar que Dios no tenga que ver o, en cualquier caso, que su presencia no sea eficaz y no tenga que ver con las decisiones de la vida. A lo sumo se toma en cuenta cuando se reflexiona sobre la participación en la misa dominical o sobre la oportunidad de cultivar otras prácticas religiosas.
Un camino para permitir a Dios entrar en lo concreto de nuestros días es la oración. Una familia que no reza muy difícilmente podrá vivir una unidad real y una verdadera comunión, muy difícilmente podrá afrontar con esperanza los problemas que se presentaran. La memoria de Cristo en la vida es fundamental. Giussani habló muchas veces de tensión a la memoria de Cristo. Esta expresión suya indica que la memoria de Cristo es una realidad que vive en nosotros en la medida en que la recuperamos continuamente. Entonces, con el tiempo, puede convertirse en el trasfondo permanente en nuestros días.
Por la mañana podríamos recitar un salmo, o por lo menos unos versos; durante la pausa del almuerzo podríamos detenernos por un momento en una iglesia; a media tarde, o bien por la noche, podríamos leer algún texto que favorezca el crecimiento de nuestra fe. De hecho, son necesarios momentos de memoria explicita. Quizás para retomar la conciencia de nosotros mismos y de nuestra relación con el Señor sería suficiente pararnos de vez en cuando a mirar la foto de nuestra mujer o de nuestro marido, o bien releer los versos de una poesía capaz de ensanchar nuestro corazón hacia el infinito. Lo importante es que nuestra jornada tenga momentos en los que la memoria de Cristo sea vivida. Si nos damos cuenta de que estamos experimentando una cierta lejanía de Dios, estos momentos deben volverse más frecuentes. Giussani decía que la memoria de Cristo debe convertirse en algo habitual. Para que esto suceda, la oración debe empezar a ser una acción repetida con regularidad. Si la frecuencia de nuestra oración está muy diluida, es casi imposible vivir una memoria de Cristo permanente. No es casualidad que la Iglesia sugiera rezar los Laudes por la mañana, la Hora Media a mitad de la jornada, las Vísperas por la tarde-noche y Completas antes de acostarse, no sólo a los sacerdotes, para quienes el breviario es obligatorio, sino también a los laicos. Con el tiempo, en efecto, multiplicando las ocasiones explícitas de memoria, la conciencia de la presencia de Cristo tiende a volverse habitual, hasta el punto que incluso en el rostro de un niño, en el amanecer o en el florecimiento de una flor aprendemos a captar una llamada Suya.
La necesidad del sacrificio
Otro tema que entra con fuerza en la vida de la familia es el tema de la carrera. No tengo ninguna reserva moralista y me parece totalmente legítimo que tratemos de crecer desde el punto de vista del rol y la posición en el trabajo. Sin embargo, se debe considerar que los avances profesionales también implican normalmente compromisos más exigentes. En las empresas serias, a los que ocupan posiciones más elevadas dentro del organigrama de la sociedad justamente se les pide más, si no como cantidad de tiempo para dedicar al trabajo, como viajes o cantidad de clientes a seguir, sin duda una responsabilidad. Por lo tanto, las decisiones sobre la carrera deben evaluarse con mucho cuidado, ya que tienen muchas repercusiones en la vida familiar, tanto en términos positivos como negativos.
Por supuesto, los eventos relacionados con la carrera de un esposo o esposa también tienen un impacto en la vida económica de la familia. Quizás, desde este punto de vista, tenemos que volver a reflexionar sobre la necesidad del sacrificio. No podemos pensar en crecer como familia sin sacrificar algo. El nacimiento de un nuevo hijo, por ejemplo, exige a los padres una cierta revisión del propio estilo de vida, como también la decisión de inscribir a los hijos a una escuela de iniciativa privada o pasar unos días de vacaciones con las familias con las que se camina. A lo mejor la mamá tendrá que aceptar ir al peluquero un poco menos y el papá deberá conformarse con un solo jersey en lugar de tres.
Cuando el criterio que rige la vida de una pareja es la aspiración de tener todo lo que otros tienen, necesariamente la vida familiar termina perdiendo intensidad y profundidad. Tampoco en este caso no tengo la intención de defender una visión moralista de la riqueza, sino más bien poner de manifiesto la necesidad de madurar juicios más profundos de los que tan a menudo nos definen. La época que vivimos nos obliga a una esencialidad. Es muy importante que nos demos cuenta de esto, también porque la capacidad de vivir esencialmente, dando valor a lo que realmente importa, se convertirá en una señal muy fuerte por parte de los cristianos.
Los hijos no nos pertenecen
Finalmente, me gustaría reflexionar sobre el complejo itinerario educativo que los padres deben seguir acompañando a sus hijos, día tras día. En primer lugar hace falta reconocer y aceptar no ser los dueños de nuestros hijos. Así, en un momento dado, se aprende también a aceptar que sus caminos sean distintos de los que habíamos imaginado, predicho o deseado. Es justo que la vida de nuestras familias sea gobernada por un horizonte último de paz, pero no podemos pensar que la micro-historia de nuestra familia, como tampoco la macro-historia del mundo, se desarrolla exactamente como quisiéramos nosotros. Debemos aceptar que la vida no está determinada por nuestros esquemas, nuestras imaginaciones y nuestras comprensiones.
Aprender a acoger la voluntad de Dios no significa renunciar, cediendo al cinismo o a la pereza, sino más bien es un abrirse al descubrimiento de que el plan de Dios procede según modalidades e inicios que no son los nuestros. Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, mis caminos no son vuestros caminos (Is 55, 8). Darse cuenta y aceptarlo verdaderamente no es para nada fácil, sobre todo en la relación con las personas a las que queremos y con las cuales nos sentimos profundamente vinculados. De hecho, la profundidad de nuestro afecto multiplica nuestra incomodidad y nuestra fatiga. A veces estamos tan convencidos que nuestros deseos corresponden al bien de las personas que amamos que no logramos convencernos de cómo puedan no reconocerlo ellos también. Hace falta entonces que entremos en una nueva y más sana perspectiva que debemos recuperar cada día, puesto que tendemos continuamente a perderla. Para mí esto sucede sólo en el dialogo con Dios. La oración me ayuda a recordar que el mundo no puede ser gobernado por mí y me permite reconocer que Dios puede permitir el mal para llamar al bien.
Las razones de los “síes” y los “noes”
Muchos padres me preguntan cuál sea, en la óptica de una buena educación de sus hijos, la frontera entre la condescendencia y la necesaria corrección: ¿hasta qué punto es justo secundar nuestros hijos cuando presentan peticiones que no compartimos y cuándo, al contrario, es necesario oponerse? Creo que es imposible trazar una frontera de una manera abstracta, pretendiendo identificar las reglas aplicables en cualquier situación. Sería absurdo, por ejemplo, establecer que a los diecisiete años un hijo deba volver a casa no más tarde de las once, mientras con dieciocho puede quedarse fuera hasta medianoche. No podemos establecer un esquema a priori, porque enfrente tenemos personas, que son nuestros hijos. Más que las reglas preestablecidas, es importante el dialogo y la referencia afectiva que construimos con ellos a lo largo del tiempo. Los gestos y los signos son importantes. Una madre y un padre que se quedaran fuera de casa de la mañana a la noche, siete días a la semana, diciendo a su hijo que se quede delante del televisor, no podrían sorprenderse si aquel niño, una vez adolescente, pretendiera salir todas las noches con los amigos y le costase participar constructivamente en la vida familiar.
Las crisis de los matrimonios que presenciamos todos los días influyen inevitablemente sobre el crecimiento de los chicos y sobre la relación entre padres e hijos. Por esto, cuando hablamos de la educación de los jóvenes, debemos ante todo preguntarnos qué experiencia afectiva están viviendo, por quién se reconocen amados y por parte de quién traicionados, a qué peleas y discusiones están asistiendo, qué desilusiones están encontrando. A menudo, el cinismo mostrado por los chicos viene del malestar que ellos viven en la familia, es decir de la superficialidad, de la frialdad y la falta de humanidad que caracteriza la relación entre los padres.
Nuestra vida no es un mecanismo. Por lo tanto, no es automático que un hijo se convierta en un vándalo, o bien apático y desprovisto de ideales, si uno de sus padres se va de casa. Sin embargo, es evidente que en las familias se ha creado un vacío que se está ampliando día a día. Debemos tenerlo en cuenta cuando reflexionamos sobre los efectos del uso del útero en alquiler y las otras posibilidades ofrecidas por la ingeniería genética: ¿qué pasará con los niños nacidos gracias a estos métodos? ¿Podemos pensar que la decisión de romper la línea parental no tendrá consecuencias?
Las dificultades de nuestros hijos deben convertirse en una pregunta sobre nuestra forma de ser marido y mujer. Los problemas no deben abatirnos, sino provocarnos. En cualquier caso, incluso cuando la situación nos pueda parecer ya comprometida, no debemos desesperar: incluso aquello que parece irremediablemente perdido, en realidad sólo está cuestionado, puesto entre paréntesis para ser de nuevo examinado más adelante. Desde este punto de vista es muy importante el coraje de la paciencia: un rechazo que en un momento determinado puede provocar una reacción terrible, algunos meses más tarde puede ser en cambio aceptado, digerido y quizás incluso amado.
En cualquier caso, los enfados de los hijos no deben convertirse en un chantaje para los padres. Algunos “noes” deben ser dichos, sabiendo muy bien que hay riesgos. El resentimiento de los hijos no debe empujar al padre y a la madre a retroceder, sino alentarlos a que se expliquen lo máximo posible, a aclarar las razones de sus “síes” y de sus “noes”.
Educar juntos
Las dificultades de diálogo que a veces se crean en nuestras familias constituyen una oportunidad favorable para recordarnos que un padre y una madre no pueden ni deben ser el único sujeto educativo de sus hijos. Como padres, en efecto, debemos intentar entender quienes son los amigos de nuestros chicos y debemos rezar mucho por sus amistades. No se puede reducir la aventura de la vida a estadística, pero probablemente no se equivocaría por mucho quien afirme que una amistad verdadera es ya el cincuenta o sesenta por ciento del camino de un hombre. Las compañías tienen una influencia enorme sobre los chicos, como también las redes sociales, la televisión y, aún más, internet. Muchas reacciones de nuestros hijos son inducidas por un mundo que es exterior a la familia y que es cada vez más fuerte. Se entiende entonces cuán importante sea la cercanía con otras familias. Para ser buenos educadores hace falta alguien con quien aconsejarse, consultarse, preguntarse mutuamente y también sostenerse. Como dijo una vez el Papa Francisco: «Para educar un hijo hace falta un pueblo». En resumen, me gustaría invitar a la gente a razonar sobre el largo plazo. Teniendo cuidado en no considerar solo los malentendidos y la rebeliones de una noche o de un periodo determinado de la vida de nuestros hijos, debemos apuntar a instaurar un dialogo que puede y debe continuar durante meses y años. Debemos también buscar la colaboración de otras figuras, coetáneas de nuestros chicos o, aún mejor, adultas, que emergen en el tiempo y que pueden resultar significativas. Debemos finalmente buscar los caminos que puedan entusiasmar y poner en movimiento a nuestros chicos, las pasiones que puedan conquistarlos.
Notas de un encuentro de Mons. Massimo Camisasca con un grupo de familias. Corridonia, 18 de marzo de 2017.