Nací y crecí en Minnesota, en el centro-norte de Estados Unidos: tierra de grandes lagos y grandes sueños. Siempre me ha acompañado la intuición de que me esperaba un gran amor. En las diferentes etapas de la vida, el Señor ha custodiado y hecho madurar esta secreta convicción y, a través de los rostros y la concreción de la vida, me ha preservado y me ha llamado hacia sí.
De pequeña veía a mi madre servir a la familia con alegría y abrirse a la realidad con asombro y positividad. Mi padre nos enseñó a usar la razón y a preguntarnos sobre el mundo. Mis padres nos hicieron a mis hermanos y a mí el mayor regalo, el del bautismo en la Iglesia. Me enseñaron a dirigirme a Dios con la confianza de quien sabe que Él nos ama y quiere darnos todo lo que necesitamos.
Durante la secundaria, mi deseo de «algo más» −tantas veces decepcionado por las vías de realización que el mundo me proponía (amistades interesadas, excelencia escolar, etc.)− encontró por fin un hogar, tras la invitación de dos amigas a participar en Gioventù studentesca, el grupo de bachilleres de Comunión y Liberación. En el primer encuentro, en el que cantamos, nos miramos unos a otros, comimos y bromeamos, pensé: «estos han encontrado lo que siempre he deseado. No sé lo que es, pero nunca me separaré de ellos». La vida se convirtió en una gran aventura y mi búsqueda (ya no en soledad, sino compartida con los demás) se convirtió en seguir un camino concreto, con la paciencia para perseverar, aunque no lo entendiera todo, con apertura y agradecimiento por lo que se me proponía: los encuentros semanales, la caritativa, las nuevas amistades, la misa, la liturgia de las horas, etc. Aparentemente vivíamos una vida completamente ordinaria, pero con nosotros estaba Jesucristo, el único que da sentido y plenitud a todas las cosas, el que nos une de verdad.
Reconocía dentro de mí, con fascinación y temor, que Jesús me estaba llamando
Durante la universidad, se hicieron evidentes en mí dos deseos muy fuertes. El primero era el de una intimidad cada vez mayor con Jesús: Él me hacía experimentar su amor personal por mí y yo quería responderle. El otro deseo era vivir esta relación tan íntima y profunda junto con otros y delante de todos. En los años que pasé en el CLU (universitarios de Comunión y Liberación) la propuesta cristiana que había empezado a vivir en el instituto fue madurando y se hizo misionera. Asistí a la Universidad Estatal de Minnesota y me matriculé en la facultad de Literatura Inglesa y Americana. Mientras disfrutaba de mis estudios, me di cuenta de que muchos de mis compañeros de clase estaban dominados por una soledad extrema. Al mirarlos, se me encogía el corazón: ya entonces intuía que el don que yo había recibido no podía dejar de ser, de algún modo, también para ellos.
Durante ese tiempo, nació una amistad con un sacerdote de la Fraternidad San Carlos, el P. Pietro Rossotti, que acompañaba a la comunidad del CLU. En él vi a alguien que vivía lo que yo también deseaba vivir libre y gozosamente: una vida entregada por entero a Cristo, en una casa con otros y abierta al mundo entero. Reconocía dentro de mí, con fascinación y temor, la intuición de que yo también estaba hecha para una historia como la suya y que Jesús me estaba llamando.
Fue la Virgen quien confirmó esta intuición. Al terminar la universidad, fui de peregrinación a Nuestra Señora de Champion, en Wisconsin, el único lugar de Estados Unidos donde se ha aparecido la Virgen María. En mi profundo encuentro con Ella, me di cuenta de que estaba con la mujer más bella del mundo, no porque ella hubiera tenido una vida perfecta o no hubiera sufrido nunca (¡todo lo contrario!), sino porque siempre eligió y prefirió lo que el Señor quería para ella. Ella me enseñó que el camino hacia la felicidad, la belleza y la plenitud está en decirle al Señor: «¡Yo quiero lo que tú quieras para mí, porque siempre es mejor de lo que yo puedo imaginar!». Este momento de abandono a Él desencadenó en mí el deseo concreto de una forma de vida que descubrí que ya existía en las Misioneras de San Carlos. En estos años, con ellas, descubro cada vez más mi lugar en la casa que había sido preparada para mí desde la eternidad. Mis hermanas son el amor vivo que Dios tiene por mí: un amor que desborda y que quiere llegar al mundo entero.