Pocos días antes de la pasada Navidad, los sacerdotes con quienes vivo en la casa de la Fraternidad en Novosibirsk pidieron mi disponibilidad para acompañar don Francesco Bertolina en su visita a las aldeas de la diócesis. Yo dije que sí. Durante el viaje en dirección a Polovinnoe, 300 km al oeste de la capital de provincia, en un momento dado don Francisco se para en el arcén de la carretera desierta. Ya está oscuro, sobre la estepa el cielo es límpido. Levanto mi mirada y encuentro delante de mí un cielo estrellado increíble: es difícil reconocer las constelaciones, tantas son las estrellas que se ven. El cielo está tan cerca que parece que se pueda tocar con las manos. Con los ojos fijos en el zenit, reconocemos la letra “M”, correspondiente a la W de la constelación de Casiopea. Don Francesco susurra: “Para mi esta es la firma de María, Reina del cielo y de la tierra, escrita en el firmamento, Ella que desde lo alto del cielo nos guía y nos protege”. Decimos juntos el Ángelus y arrancamos de nuevo. El comienzo es siempre un don.
Para la solemnidad de la Navidad, deseamos que las celebraciones sean ordenadas y bonitas. Pero las condiciones con las que nos encontramos a menudo no corresponden a lo que hemos imaginado. La iglesia de Krasnozërskoe, por ejemplo, está acabada por fuera, pero dentro faltan muchos “acabados”: las puertas interiores, un crucifijo en el ábside e incluso las luces en las paredes y el techo. Para iluminar toda la iglesia durante la misa de Navidad, prevista para las 18, no son suficientes las luces del altar. Cinco minutos antes de iniciar, don Francisco remedia un foco de 500 vatios: lo montamos lo mejor que podemos para que las personas logren por lo menos leer y distinguir las palabras de los cantos. Ante el altar, arreglamos una pequeña mesa con una almohada y una pequeña estatua del Niño Jesús. Por fin la celebración puede empezar. Acabada la misa, pero, nos damos cuenta que no hay nadie que pueda entonar los cantos durante las otras celebraciones. Francisco me pregunta si me siento capaz de hacerlo. Yo, ¿cantar en ruso? Al comienzo me quedo helado, después descubro en mí una inesperada libertad del resultado: me preparo leyendo varias veces los textos, de manera que mi pronuncia no quede pésima, y lo hago. Canto en ruso.
Gracias también a esta experiencia, entiendo que el Señor no me pide la perfección sino simplemente la disponibilidad a decir mi «sí», a ofrecer lo poco que puedo dar. El resto lo pone Él. Me alegré de la oportunidad de ver con qué entrega don Francesco dona la vida para estas personas. Entrando en las casas para llevar la comunión a los enfermos, he visto las condiciones muy sencillas y pobres en las que vive la mayor parte de la gente. A menudo, en estas regiones, las situaciones familiares son dramáticas, a casusa sobretodo de la falta de una figura paterna. En Karasuk hemos celebrado la misa en casa de una joven madre cuyo marido había muerto por abuso de alcohol. La hija de once años, Elisa, nos ha acogido regalándonos unos pequeños objetos que había hecho a mano con masa de sal. Así, cuando volvimos a Novosibirsk, decidimos tomar algún librito para chicos sobre la vida de los santos, para regalárselos a Elisa en nuestra próxima visita.
Me conmueve la mirada de don Francesco hacia estas personas: sabiendo muy bien que no puede resolver sus problemas y sus dramas, ofrece una compañía, una amistad que les haga presente la misericordia de Dios. No obstante esto, un día viendo las poquísimas ancianas que participaban en la misa, me he preguntado: después de veinticuatro años de misión aquí, ¿dónde se puede ver el céntuplo prometido? Como para responder a mi pregunta no formulada, una mañana, mientras antes del alba nos preparamos para ir a Karasuk, don Francesco comienza esta reflexión: «cómo es posible que después de tantos años yo ame a esta gente más que antes y no menos?». Sus palabras me sacuden. Pienso que sólo Cristo puede donar esta alegría al corazón. Me lo han confirmado estos largos viajes cuando, mientras conduce, don Francesco comparte conmigo lo que vive, la belleza y las fatigas de sus relaciones con las personas. De cada uno, me cuenta como se encontraron, su historia. Y me habla también de tantos otros que, después de años de amistad, han desaparecido. Ama la poesía, don Francesco, y parafraseando a San Martino del Carso de Ungaretti, me dice: «En mi corazón ninguna cruz falta, es mi corazón el pueblo más poblado». Él lleva en el corazón todos los rostros encontrados, incluso si lo han abandonado: los custodia dentro de su relación con Cristo.

lea también

Todos los artículos