Valerio Valeri, misionero durante largo tiempo en Kenia, cumplió recientemente 80 años. Quedamos con él para que nos contase su historia.

No se necesita una entrevista para entender que Valerio es un hombre feliz. Basta con una foto en la que aparece con niños de Nairobi, en Kenia, donde es misionero desde hace 33 años. Igualmente, es necesario escucharle para entender de donde nace la alegría. Quedamos con él en Santa Sofía (el pueblo de los Apeninos donde nació), durante un diluvio que encierra en sus casas a los 4000 habitantes que aún viven ahí. Valerio está en Italia para participar en la asamblea que deberá elegir al nuevo superior de la Fraternidad san Carlos. Sonríe contento sin paraguas ni chubasquero mientras llueve a cántaros, con el aire de quien está en paz con el mundo. Aquí, de un modo cercano, cuenta: «Aún está la casa donde viví cuando era niño, un molino al lado del río». Es el pequeño de cuatro hermanos. Un niño despierto, le gusta estudiar. Cuando empieza la etapa secundaria, tendrá que ir a Galeata, 20 km en total de ida y vuelta caminando. Su amigo Luciano, un año antes, entra en el seminario de San Sepulcro. Y él le seguirá.
«No sabía lo que me esperaba, suponía sobre todo la ocasión de continuar con los estudios», recuerda hoy. En cambio, será el primero de una serie de viajes que le llevarán más lejos de lo que podía imaginar. «En este camino maduró mi vocación, sobre todo durante los años de bachillerato en Florencia. Me atraía lo que veía en los superiores, aunque el deseo de vivir para el Señor no estaba claro aún». El estudio en Florencia también supone una introducción en el arte, los museos, la belleza de la ciudad. «El encuentro con don Giussani, años después, me ayudó a entender por qué me atraía tanto esa belleza. Yo no lo sabía, pero hablaba de Dios. Es la misma belleza que al llegar a África, quisimos vivir y construir».

Roma
Tras haber vivido en Florencia, estará en Roma durante siete años en el Seminario Lombardo. Estudia Filosofía en la Universidad Gregoriana con los jesuitas, y más tarde Teología en San Anselmo, la universidad de los benedictinos. «Un ambiente acogedor en una ciudad llena rica en historia y en experiencias eclesiales. En el seminario me sentía acogido. Me ayudaron a entender quién era, a entender mi vocación, también mis límites. Me ayudaron a mirar más allá, a no cerrarme en mí mismo». Son los años del Concilio ecuménico: el 25 de enero del 59, cuando Juan XXIII lo anuncia en San Pablo Extramuros, también él estará ahí. «Recuerdo que se hablaba de poner al día a la Iglesia en un mundo que estaba cambiando. En realidad, fue mucho más, supuso el intento de volver a plantear la experiencia de la Iglesia».
En aquella época todo era en latín, no solo la misa. «Hablábamos en latín con los profesores, con los sacerdotes que conocíamos en las peregrinaciones, con los estudiantes de la universidad que venían de 130 países diferentes. Las clases, los exámenes, orales y escritos, eran en latín». Pero entonces, la Iglesia se abre al mundo: la lengua, los ritos, el misal. «Era exaltante», Valerio se
entusiasma. «Una Iglesia victoriosa, que parecía determinante, grande: ¡en aquellos días en Roma había 3000 obispos! Todo estaba cargado de sentimientos positivos, del deseo de ir hasta el fondo del anuncio. Poco después, las objeciones entrarían en el seno de la Iglesia, afectándonos especialmente a los jóvenes sacerdotes. Muchos profesores dimitieron, también muchos amigos. Es una herida que aún duele». Da vértigo escuchar a Valerio, atento a no censurar nada, listo para encontrar, entre las líneas torcidas de la historia, una palabra que enderece todo, que de sentido a las cosas. ¿Qué les había faltado a los profesores, a los amigos? «Que lo que enseñaban fuese una vida. Es lo que yo encontré con Giussani: un lugar donde todo podía convertirse en experiencia. El encuentro con él me ha salvado».

Aquel encuentro en La Verna
Se hablan por primera vez en el 67. Valerio, ordenado en el 64, vuelve a San Sepulcro donde vive con una pequeña comunidad de sacerdotes. Tienen una parroquia, están con los jóvenes, también con los de GS. «Me habían impresionado por su entusiasmo, por la seriedad, la belleza de la experiencia. Cuando se fue el cura que estaba con ellos y con los universitarios, yo ocupé su lugar. Así comenzó». El encuentro con don Giussani sucede en La Verna: «Un encuentro de curas de CL. Recuerdo que Giusssani había venido a regañadientes, forzado por Ricci. Nos lo contó él mismo: el cardenal Colombo le había prohibido salir de la diócesis. Pero Ricci había insistido, el movimiento estaba creciendo. “Tienes que empezar a seguir a estos sacerdotes”, le había dicho. Éramos unos veinte». Finales de septiembre, frío y niebla. «Giussani se paseaba con una capa y una boina negra. Recuerdo la misa, las oraciones, los retablos de Della Robbia, pero sobre todo sus lecciones sobre la vocación. Por primera vez oía hablar de la virginidad como cumplimiento de la persona, como imitación de Cristo. Giussani hablaba de aspectos que para mí eran completamente nuevos. Con nosotros, sacerdotes, era acogedor, paternal. Hoy echo de menos su humanidad llena, su entusiasmo, aquel abrazo que te sorprendía cada vez. Pero no tengo nostalgia. Siento que lo que he vivido puede continuar ahora, en la Fraternidad y en el movimiento».
Vaciar la bota (en referencia a Italia, ndt.)
El año decisivo es 1984. En agosto, estando en Corvara «Giussani nos dijo que teníamos que vaciar la bota. Ante la propuesta de la misión, di mi disponibilidad y él tomó en serio mi oferta inmediatamente. Me sorprendió. Pensaba que, al ser el único sacerdote del movimiento en Umbría, no habría aceptado. Sin embargo, nada más decírselo acogió mi oferta. Creía que iría a Sudamérica, donde tenía amigos. Pero salió la posibilidad de Nairobi. Un misionario comboniano, el padre Baragoni, había pedido al movimiento algún memores o sacerdote para comenzar un colegio. El mismo año, en septiembre, Juan Pablo II nos invitó a ir “a todo el mundo”. Aquel día, estaba en primera fila al lado de Giussani. Cuando el Papa se acercó, él me señaló y dijo: “Este cura irá a Nairobi”. Para mí fue la confirmación pero igualmente quedé impresionado. Así fue».

En África
Valerio llega a África con cuatro memores en abril del 86. «Encontramos un nuevo continente donde la espera de las personas era la nuestra. No teníamos estrategias, sino una idea sencilla: proponerles lo que habíamos encontrado. En nuestra experiencia, la acogida de las personas se correspondía con la propuesta de aquello que éramos. Era compartir un don». Al llegar a Nairobi,

tienen como regalo su compañía, el colegio donde dan clase y una escuela profesional en la que celebrar misa. «Los primeros jóvenes que conocimos nos siguieron. Empezamos a invitarles a casa, a hacer alguna salida con ellos: un grupo de 15 personas, un camino verdadero. Dos de ellos siguen aún hoy con nosotros».
Valerio pasará muchos años en la casa de los memores. Desde el 92 pide entrar en la Fraternidad san Carlos. «Sufría de lo que don Massimo llama “nostalgia de casa”. Tenía nostalgia de un lugar en el que poder vivir como sacerdote, donde poder estar acompañado en mi vocación». El obispo le niega el permiso durante cinco años. Lo obtendrá en el 97, cuando ya vivía desde hacía algunos años en una casa de la Fraternidad. «Aquí he descubierto que la autoridad verdadera es alguien que te acompaña y te quiere, que no tiene un proyecto sobre ti. La San Carlos para mí es un gran don. Es un don también para el movimiento y un signo para la Iglesia. La relación con los memores ha seguido siendo importante. Su casa está al lado de la nuestra, juntas son el corazón del movimiento en Kenia. La unidad entre nosotros es un signo –nos dijo Paolo Sottopietra– que no se da por descontado». Y ahora también están las misioneras de la fraternidad. «Su presencia discreta y bella es otra gracia. En la parroquia dan catequesis y hacen las actividades de caritativa: están con niños discapacitados y en el Meeting Point. Además, dan clase en colegios donde tienen una gran incidencia educativa».

ResponderLe a Él
Para Valerio, aún hay mucho que contar: por ejemplo, acerca de los seis sacerdotes que viven con él, tan diferentes en temperamento y sensibilidad como por generación. Desde Poppi, con sus 72 años, pasando por los cuarentones Gabriele Foti y Giuliano Imbasciati, hasta los más jóvenes, Luca Montini y Mattia Zuliani. También habla de que «seguir juntos, pertenecer a la misma historia» genera unidad. Cuenta del milagro de una amistad que crece. Pero hay un tema importante, una especie de piedra de toque: la cuestión de si esos 80 años pesan. Ante la palabra «vejez» Valerio abre los ojos. Decididamente, la palabra no le pega. Después se ríe: «Como dijo una vez Giussani, “soy viejo, pero no me siento viejo”. Igualmente los 80 años están ahí. Vivo al día las circunstancias que me ofrece el Señor, el tiempo y las energías que me da. No sé qué será del futuro pero estoy con esta paz ante todo, sabiendo que lo que importa es responderLe a Él. Poner todo a su servicio me da serenidad. Y me permite dormir bien por la noche».

(Valero Valeri, nacido en 1939, es sacerdote desde 1964. En 1997 entró en la Fraternidad san Carlos. Hoy es vicario en la parroquia St Joseph y director del colegio St Kizito, en Nairobi, Kenia. En la foto, con algunos jóvenes de la parroquia).

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