Cuando le dije a la directora del laboratorio de Zurigo en el que estaba trabajando que iba a dejar el doctorado porque quería ser sacerdote, ella, sin inmutarse, me hizo una sola pregunta: «¿Por qué has trabajado con tanta pasión este año si no te interesaba hacer una carrera científica?». En ese momento, su pregunta me recordó todo el año anterior. Nunca había gozado tanto como en esos meses de la investigación, aunque es verdad que también era por el deseo de estar con mis amigos, de darme para construir nuestra comunidad, para comunicar a todos la belleza de la vida cristiana. Ella tenía razón. Sin saberlo, había entendido el meollo de la cuestión.
Fue de niño cuando pensé por primera vez en la vocación. En los años de secundaria, gracias a la amistad con don Agostino, un sacerdote de mi ciudad, empecé a descubrir con más profundidad la fe que mi familia me había transmitido. Un día, cuando tenía doce años, mientras rezaba, no recuerdo por qué, pensé por primera vez: «¡Qué bonito sería dar toda la vida a Jesús!». No le dije a nadie el diálogo que había empezado con Dios porque era algo sagrado que no quería estropear. Esta intuición, tan discreta y tenaz como una semilla, cayó sobre un terreno fértil de grandes promesas, como solo Dios sabe hacer. La primera promesa la recibí de mis padres, que me habían transmitido en la cotidianidad, de un modo sencillo, que la vida es un bien. Siempre estaban rodeados de sus amigos. Crecí en una familia del movimiento de Comunión y Liberación, y ha sido un don enorme formar parte de este pueblo desde pequeño. Durante los años de bachillerato, al conocer a los amigos de Gioventù studentesca, descubrí que la amistad que ellos vivían también era para mí. Empecé a entender que todas las cosas bonitas que vivíamos juntos nacían de la fe. Y, aunque no comprendiera bien la relación entre una cosa y otra, estaba claro que sin Cristo todas esas cosas bonitas serían imposibles. Así, el rostro de aquel Jesús al que de niño había querido dar la vida, empezaba a mostrarse más nítido y fascinante.
Me atravesó este pensamiento: «Qué bonito sería dar toda la vida a Jesús»
La intuición que tuve unos años antes emergía de nuevo con más fuerza, pero yo no quería secundarla, temía perder algo. Intentaba alejar ese pensamiento tan persistente, y cuando empecé la universidad me metí de lleno en el estudio, algo que me fascinaba, esperando que el tiempo borrase definitivamente esa idea. Me empeñé en sacar buenas notas, con la esperanza de seguir los estudios en el extranjero. Pero algo no me dejaba tranquilo en este proyecto que me tenía obsesionado. Yo sabía bien de qué se trataba. Pocos meses antes de graduarme, don Antonio (Anas para todos) fue nombrado capellán en la universidad de Bovisa, donde yo estudiaba. Por fin, decidí ir a hablar con él ya que llevaba con esta inquietud en el corazón mucho tiempo. Esperaba palabras definitivas, en cambio, él, con mucha paz, tan solo me sugirió mirar los lugares en los que yo estaba contento. Gracias a su indicación, me fui a terminar la universidad, primero a Lossanna y después a Zurigo. Con sencillez, empecé a dar espacio a los deseos más profundos que tenía. Cada vez veía que mis proyectos se volvían más pequeños y la vida se llenaba de una alegría y un gusto nuevos. Hasta mi jefe se dio cuenta de que algo nuevo me estaba pasando. Cuando el corazón descansa en las promesas de Dios, la vida florece en todos sus aspectos. Poco a poco, fui percibiendo claramente que mi vida estaba llena de una larga lista de promesas que se habían mantenido. No tenía razones para temer perder algo si seguía aquella invitación que había percibido de niño. Hoy sé que esa fue la promesa más grande de mi vida.