«La juventud es el único vicio que se pierde con la edad», decía alguien. En realidad, también es verdad lo contrario: la juventud es lo único que permanece, incluso con el paso de los años. Se pierde el pelo, aumentan las arrugas, crece, quizás, la madurez del juicio junto con los achaques físicos, pero en una cosa no dejamos de ser nosotros mismos: el corazón permanece joven toda la vida. Puedes estar impedido en la cama, sin poder moverte, sin poder decir nada… Pero los ojos hablan de un corazón vivo, que bombea y que desea lo que deseaba cuando era pequeño, cuando era joven. Y, ¿qué desea? Ante todo, ser amado, ser querido. Movido por esta certeza, aún es curioso, deseoso de conocer el sentido último de la realidad. En este sentido, uno es siempre joven si mantiene abierto este deseo, si no lo censura, si no lo sofoca. En esto consiste, quizás, la invitación de Jesús a Nicodemo a renacer cuando uno es viejo, a volverse como niños.
Si el niño es el clásico ejemplo de este deseo, de esta apertura positiva a la realidad, en los jóvenes este deseo se concreta en coraje, creatividad, ganas de construir, necesidad de algo grande, de aventuras.
De este modo, terminamos por hacernos imágenes de nuestro futuro que pueden ser más o menos irrealistas: ser astronauta, modelo, cantante de trap… Se intenta dar concreción a un sentimiento vago de la propia realización. Inevitablemente, se tiende a reducir este deseo, a dar una respuesta pobre a una gran pregunta. Estas imágenes terminan desilusionando: incluso cuando uno consigue realizar su propio sueño, termina descubriendo que no basta para garantizar su felicidad.
Entre los aniversarios que se han celebrado este 2019 (la caída del muro de Berlín, la muerte de Leonardo da Vinci, la llegada del hombre a la Luna, la matanza de Tiananmen), se conmemoran los 200 años del poema de Giacomo Leopardi, El Infinito. Estos versos describen admirablemente que la belleza de la realidad suscita en cada uno de nosotros el deseo de lo eterno. Y es precisamente este eterno, este infinito, lo que querríamos poder encontrar en la vida de cada día. Quizás, por esto nos fascina Internet: se presenta como una infinita posibilidad de buscar, de encontrar, de ver, de conocer. Tenemos la impresión de tener un infinito a nuestra disposición. Sin embargo, también este conocimiento es ilusorio porque elimina aspectos de la realidad demasiado importantes: el contacto físico, el gusto, el olfato, la presencia concreta del otro, de la naturaleza, de todo aquello que, de otro modo, verías y conocerías solo de forma virtual. Y no te basta. Nosotros queremos el infinito de verdad…
Pienso en nuestra amiga de Taiwan, Wu Yi Ru, cuando hace unos años al aceptar con pocas ganas la invitación a ella y a sus amigos de Paolo Desandrè, a pasear por la montaña durante una noche fría de finales de agosto, de repente, se encontró ante la noche estrellada más luminosa de su vida. Y allí, al amparo del infinito, intuyó por primera vez en su vida que todo lo que estaba mirando tenía que ver con un Creador y que ella misma formaba parte de aquella majestuosa obra que es la creación. Esta fue la semilla de su sucesiva conversión al cristianismo.
Entonces, ¿qué necesitan nuestros jóvenes? Necesitan lo mismo que nosotros: a uno que nos lleve a ver las estrellas, el cielo, alguien, que, nos haga percibir que estamos hechos para el infinito, y que podemos hacer experiencia de este infinito, aquí y ahora. ¿Qué pasa cuando esto no sucede, cuando vivimos sin que nadie nos eduque a usar nuestro deseo? Se corre el riesgo de volverse como el protagonista de Novecento, de Baricco, crecido en un mundo virtual, siendo un hijo sin padre, un genio sin maestro. Nos volveríamos hombres con miedo, incapaces de elegir, hombres que se paran en mitad de la subida y dan media vuelta. Si no tenemos la certeza de ser amados, si no somos educados en el hecho de que la realidad, a pesar del mal, es en última instancia positiva, acabaremos sin ganas de vivir, como una chica de 17 años que pide irse para siempre a pesar del bienestar de los padres y de la sociedad. Lo contrario de la juventud es el escepticismo, que lleva a la desesperación.
Nuestro corazón no deja de esperar a alguien que nos ayude a captar el Todo dentro del aspecto más ínfimo de la realidad, que nos lleve a creer que esta realidad es una puerta abierta hacia algo más grande todavía. Y esta espera no disminuye con la edad, es más, crece al acercarse hacia la palabra «fin», que es, en realidad, un nuevo inicio.
(En la foto, juegos durante una salida con algunos estudiantes de Santiago de Chile).