Jesús ha venido al mundo para desvelarnos el amor del Padre y su perdón. Ser misioneros significa creer que el mundo aún tiene necesidad de este amor y este perdón.

Era el verano del 2006 y faltaban pocos meses para mi partida hacia Taiwan. Junto con Paolo Prosperi, había sido invitado a visitar la comunidad de una parroquia en un lugar precioso del Valle de Aosta. Entre los chicos que el joven párroco del lugar nos había presentado, había también una joven estudiante de antropología. Me sorprendió su mirada inteligente y su curiosidad. En un momento me preguntó: «¿Por qué vas de misión justamente a Taiwan?». «¡Gran pregunta!», pienso para mis adentros, y respondo con entusiasmo, diciéndole que en ese lugar los católicos no llegan a ser un uno por ciento de la población: «¡Piensa en cuánta gente de allí que no conoce a Jesús!». Ella me miró y me dijo: «Ya, pero quizás a ellos no les interesa, quizás no tienen necesidad de ello…».

Me he llevado esta pregunta durante todos estos años de misión: si realmente los taiwaneses no tienen necesidad de conocerLe, si de verdad Jesús es alguien que no les interesa, entonces, ¿qué sentido tiene mi misión? Es más, ¿qué sentido tiene que yo sea sacerdote y cristiano? Porque, si a ellos no les interesa, tampoco les interesará a los keniatas de Nairobi, a los alemanes de Colonia o a los chilenos de Santiago.

Igualmente, la pregunta de aquella joven hoy en día está muy difundida no solo fuera de la Iglesia y entre aquellos que la acusan de proselitismo. También muchos católicos, sobre todo teólogos, afirman que no es tan importante evangelizar y que no es una prioridad que se conviertan los pueblos que aún no conocen a Dios. Las prioridades de la misión deberían ser otras. Lo más sorprendente es que esta mentalidad se ha difundido incluso entre los mismos misioneros.

Pienso en san Francisco Javier, en su manía de ir de aquí para allá por Europa a discutir con los intelectuales de las universidades del siglo XVI, hablándoles de cuánta gente moría sin conocer a Cristo en Japón, en la India o en China.

Me viene a la mente Mei Li, una estudiante que conocí nada más llegar a Taiwan. Necesitaba mejorar su italiano y nos habíamos puesto de acuerdo para que le enseñase un poco del catecismo y ayudarle en su preparación al bautismo. Pero un día me dijo: «Mira, basta de hablar de Jesús. Sé lo que dice y estoy de acuerdo con Él, pero no en todo». Y me contó su historia: cuando nació, sus padres vieron que su tercer hijo había sido de nuevo una niña. No sabían qué hacer con ella y fue «cedida» a los tíos. Mei Li creció con el corazón lleno del rencor de quien ha sido rechazado, abandonado. Cuando su padre biológico murió, ella tenía catorce años y no vertió una lágrima por aquel padre que no había querido tenerla con él. Cuando la madre le llama por teléfono, responde con monosílabos y quiere que la conversación termine cuanto antes. Me decía: «Mira, cuando Jesús dice que hay que perdonar a todos, también a nuestros enemigos, yo no estoy de acuerdo: yo no perdonaré jamás a mis padres».

¿Cómo se puede vivir sin perdonar? ¿Cómo se puede llevar dentro un dolor tan grande? El perdón es una de las formas más altas del amor: pero solo si uno es perdonado, puede, a su vez, perdonar. Y uno es capaz de amar solo si tiene experiencia de ser hijo. Cristo ha venido al mundo por esto, para decirnos que tenemos un Padre que nos ama y nos perdona todas las veces que se lo pedimos.

En 1988 don Giussani decía: «El mundo, sin la presencia de Cristo y de la Iglesia, se vendría abajo de un soplo». Esta es la razón por la que vamos de misión: porque sin Cristo el hombre es menos hombre, es incapaz de amar, de perdonar. En realidad, solo existe una única misión, la de Jesús. Y a nosotros se nos pide (¡a cada cristiano se le pide!) poner nuestra vida en Sus manos para ser instrumentos de aquella piedad con la que Él mira el mundo y, ante todo, a nosotros.

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