«Profe, ¿es verdad que un día resucitaremos? Profe, ¿el infierno existe? ¿Cómo es la historia del Apocalipsis?». Mis alumnos tienen muchas preguntas. Uno de ellos, vacilándome un poco, se acerca y me pide que rece porque ese día tiene un examen difícil. Cuando le pregunto si ha estudiado y le digo que él solo también puede pedir a Dios lo que quiera, me contesta que seguramente me escuche más a mí, porque soy un cura y porque él dejó de rezar hace muchos años. Le sonrío y en silencio le encomiendo a la Virgen.
Estos son los alumnos del colegio Fuenlabrada, donde doy clases desde hace poco más de un año. Hace dos, en mitad de un campamento de verano, Tommaso me dijo que el colegio cercano a la parroquia estaba buscando un profesor de Religión y que nos habían llamado… Fue uno de esos momentos de la vida en que entendí que el Señor me estaba pidiendo algo, me pedía que me fiase de Él y fuese más allá de mis objeciones. La idea de ser profesor no entraba en mis planes, pero como ya ha sucedido muchas veces, cuando cedo y dejo de luchar, descubro la paz y la certeza que Dios da cuando aceptas su voluntad, hasta el sacrificio. Así, a principios de septiembre de 20219 empecé esta aventura.
Hacía diez años que en ese colegio no entraba un cura. El primer día muchos me miraban con curiosidad, sobre todo mis colegas profesores: ¿quién será ese hombre vestido de negro?
Por primera vez en la vida experimenté lo que es el prejuicio. A algunos les costaba hablarme o saludarme solo por el hecho de que era sacerdote. Me ayudó no renunciar nunca a ir vestido de sacerdote. No escondo que, sobre todo los primeros días, tuve la tentación de no ir así vestido. Pero el clériman me ayuda a afirmar quien soy y por qué estoy aquí, en España. Solo el hecho de ir vestido de cura obliga a los profesores y a los alumnos a pensar en Dios, aunque sea por un segundo. Lo que me da paz y me permite estar en un ambiente indiferente −o aparentemente indiferente a la religión− es el hecho de haber sido llamado y el deseo enorme de poder conocer a los alumnos.
Tan solo después de un año puedo decir con una gratitud inmensa que Dios me deja ver sus frutos: algunos de mis alumnos han empezado a venir a la parroquia; poco a poco, muy poco a poco, están volviendo a acercarse a Dios. Pero el fruto más bonito está naciendo en mí: estar en un ambiente totalmente impregnado de la mentalidad del mundo me ayuda cada día a dar razones de mi fe y de lo que propongo a mis alumnos. Me permite conocerles en sus ambientes y me obliga a buscar caminos para encontrarme con ellos, de modo que Dios pueda alcanzarles. Y los chicos no han dejado de creer en Dios o en la Iglesia porque lo hayan decidido o porque tengan razones verdaderas. Simplemente, nosotros, los adultos, hemos dejado de proponerles la fe de un modo atractivo y convincente. Lo que me piden, aunque no lo digan, es darles algo verdadero, vivo, algo que sea importante para mí.
Muchas veces, cuando entro en clase, me conmuevo al pensar que detrás de estos chicos, cada uno con la careta que ha decidido ponerse, se esconde el deseo de conocer el significado de su vida frenética. Esto es lo que nos une, por eso estoy ahí con ellos.
El hombre vestido de negro
Educar la fe de los jóvenes es una de las tareas más importantes de nuestra misión. Testimonio desde Fuenlabrada.