El 4 de septiembre el Papa Francisco canonizó a la Madre Teresa de Calcuta: al centro de la extraordinaria experiencia de la santa está la oración.

Cuando la Madre Teresa murió, las calles de Calcuta se llenaron de una enorme riada de gente. Su funeral fue un evento extraordinario, como la India no lo había vivido desde la muerte de Gandhi.la ceremonia, transmitida por televisión en todo el mundo, fue seguida por millones de personas. Las mismas que sólo pocos días antes, en aquel septiembre de 1997, se habían conmovido delante de las imágenes de otro funeral, el de Lady Diana, la princesa británica que se había hecho amiga de la monja de Calcuta. Madre Teresa era conocida en todas partes. Los informes periodísticos de aquellos días no se cansaban de hacer la lista de sus intervenciones públicas, delante de Parlamentos, en los estadios, en las sedes de los organismos internacionales. El Premio Nobel que le habían concedido en 1979 había sellado el ascenso imparable de su fama, incluso en ambientes lejanos de la Iglesia católica. La amistad con Juan Pablo II, la expansión internacional de la congregación de las Misioneras de la Caridad, el enorme éxito de la empresa comenzada por aquella pequeña monja albanesa, la heroicidad del servicio de sus hermanas en los ‘slums’ de todas las metrópolis del mundo la habían mantenido por decenas de años en el centro de atención.
Sin embargo, los que pudieron acercarla personalmente sentían que la grandeza incomparable de aquella mujer se encontraba en su interior, en una vida interior de relación con Dios. «Mi secreto es muy sencillo: rezo», decía, indicando así un camino que todos podían seguir. «A través de la oración me enamoro de Cristo. He entendido en efecto que rezarle significa amarle». La verdadera vida de Madre Teresa fue este amor suyo por Cristo.
El día de su profesión solemne, llena de alegría porque se entregaba entera a su Esposo, le prometió no negarle nunca nada, y darle todo lo que le pidiera. Era el abril de 1942, Teresa tenía 32 años. Fue una decisión consciente y radical. «Quería dar a Dios algo muy hermoso», explicó muchos años más tarde, «sin reservas». Este acontecimiento tan íntimo, una promesa de amor, fue la fuerza que sostuvo la inmensa actividad pública de Madre Teresa. «Para poseer a Dios, debemos permitir que nos posea», escribía. Y cuando Dios posee un hombre, enciende en él una luz sin igual.
Las cartas que Madre Teresa escribió a sus directores espirituales durante los años de su misión entre los pobres, publicadas en 2007 en ocasión de su beatificación, testimonian una dialogo continuo con Cristo. Un coloquio escondido, marcado a menudo por una nostalgia desgarradora por la cercanía experimentada en el periodo de su segunda llamada y después desaparecida. El encanto que emana de la figura de Madre Teresa, la incomparable belleza de su persona, nace de estas escondidas tribulaciones suyas de amor. «Se va detrás de los hombres porque son ricos, porque son poderosos, y se puede esperar sacar algo», decía Divo Barsotti, pero «se sigue de verdad a otros por su belleza que nos atrae». Y añadía: «Frente a la belleza cae toda defensa. Incluso la belleza de una criatura nos conquista, ¿Cómo podrían los hombres no ser conquistados por la bellesa de Dios que resplandece en los santos?».

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