Nací y crecí en la espléndida tierra de Liguria. Desde muy temprana edad, la belleza del mar con su horizonte y la educación católica recibida en mi familia han hecho crecer un sentido de la presencia de Dios en mi vida.
Mi padre y mi madre nos criaron a mi hermano y a mí con amor y cuidado: uno con su estar siempre presente, aunque de manera silenciosa, y de entregarse gratuitamente; la otra, con el amor por la belleza y la tenacidad que la caracteriza como buena calabresa.
Uno de los acontecimientos más significativos de mi vida tuvo lugar el primer día de bachillerato en Chiavari, donde encontré a Cristo a través de la mano tendida de una compañera de clase. No conocía a nadie, pero de inmediato me di cuenta del grupito de amigos de esa chica. Estaba sentada en primera fila. Sentí “llamar a la puerta” sobre mi espalda y me encontré delante un rostro simpático donde una gran sonrisa me estaba acogiendo. Su gesto totalmente gratuito fue el comienzo de todo. Eran amigos entre ellos y de don Pino, nuestro profe de religión y responsable de GS (Juventud Estudiantil). Empezaron a invitarme a estudiar, a comer juntos, a participar en alguna excursión o encuentro. Aceptaba sus invitaciones con sencillez y alegría. Por fin había encontrado aquello que desde la ESO andaba buscando, una amistad bella y verdadera. Acabado el bachillerato, la pasión por las matemáticas y la curiosidad de descubrir cómo están hechas las cosas me empujaron a inscribirme en Ingeniería Biomédica en Génova. Viviendo y creciendo junto con algunos amigos muy queridos para mí, justo en los años de la universidad, comencé a intuir cuán verdadera era para mí la vocación a la virginidad. Deseaba entregar mi vida a Cristo que me había encontrado y que me había dado todo, quería amar a los hombres de la manera más auténtica, cómo Él nos ama. Otro hecho decisivo, después, fue el encuentro con la Fraternidad San Carlos en una velada de cantos en el Meeting de Rímini de 2006, donde me sorprendió ver aquellos rostros contentos, que gozaban de la vida, entregándola entera a Cristo. ¡Yo también quería vivir así! Por consejo de don Matteo, confié a la Virgen esa intuición, atenta a verificar si hubiera florecido. El periodo anterior a la graduación y el año vivido en Milán por trabajo fueron decisivos: aunque seguía viva en mí la pasión por lo que había estudiado, me sentía llamada a servir a Cristo en las Misioneras de San Carlo. Por tanto en agosto de 2010 llegué a Roma, en aquella que luego se hubiera convertido en mi nueva familia.
Hoy al recibir el don de pronunciar los votos definitivos a Dios en las Misioneras, contemplo con inmensa gratitud el camino recorrido en estos años de formación, bellos e intensos, bajo la guía y el cuidado de don Paolo y de la hermana Rachele; años en los que el Señor me ha cambiado la mente y el corazón. Había llegado a Roma con imágenes y proyectos, eran incluso buenos, pero Cristo se ha servido de este tiempo para hacerme vivir de manera más profunda mi relación con Él, para hacerme consciente de la necesidad de convertirme, para conquistarme. He descubierto la belleza de abandonarse a Aquel que me ha amado y preferido así como soy, hasta morir en la cruz para mí. En Denver, donde se encuentra la casa donde he estado destinada en el agosto pasado, vivo junto a mis hermanas la misma pasión misionera: que las personas a quienes somos enviadas puedan encontrar a Cristo vivo y descubrir cuanto son amadas por Él.