Cuando muere un amigo, especialmente si sucede de repente o antes de lo previsto, hay un pensamiento que predomina sobre el resto y condiciona de forma insistente las horas y los días siguientes. Aparece un silencio nuevo en nuestra alma. Es como si el ruido de la vida se atenuase y dejase emerger algo más profundo.
«¿Cómo es posible?», nos decimos. «¿Él?», «¿Ella?». Nos impresiona y, pillados por sorpresa, esta impresión permanece en nosotros. Que un hecho tan inevitable nos impresione tanto puede parecer extraño, sin embargo esto es lo que sucede. Nos lleva a mirar la muerte como se mira un evento importante, deseado y temido, que finalmente tiene una fecha. Al recordar al amigo inevitablemente pensamos en nosotros mismos. «Podría sucederme a mí», pensamos. «A mí también me podría pasar cuando menos me lo espere». Estas reflexiones silenciosas no nos impiden ocuparnos del resto de cosas, no nos impiden trabajar o incluso distraernos. Pero despiertan en nuestra mente la presencia del misterio de la vida y de Dios. Esta es la fuente más profunda de nuestra impresión. Nos dejamos interrogar por lo que de verdad importa, por el «para siempre».
A partir de este silencio, en un movimiento muy natural, somos reconducidos a nuestra existencia cotidiana. De hecho, para nosotros, la sucesión de los días vuelve a ser como siempre, pero la ausencia de una persona que amamos en el marco habitual de la vida cambia nuestra percepción de lo cotidiano.
Las amistades, sobre todo si han nacido en el contexto de una intensa experiencia comunitaria e ideal, como nos ha sucedido a muchos de nosotros, nos acompañan mucho tiempo. Si hemos permanecido en el grupo o el movimiento en que brotaron estas amistades, la presencia del amigo en nuestra vida no disminuye. En la nueva situación que provoca la muerte, vemos de forma diferente todo lo que hemos compartido. La vida nos une y después nos aleja, a veces para volvernos a juntar. Las aulas de un colegio o los claustros de una universidad ven crecer nuestra relación y después cada uno sigue un camino diferente. Suceden nuevos hechos, un traslado, el matrimonio, los hijos, un recorrido profesional que nos mantiene ocupados. Las ocasiones para verse se vuelven más raras. En cambio, en otras ocasiones lo que nos aleja de los amigos son las diferencias de opinión, decisiones no compartidas, enfados. El conflicto estalla en ciertas amistades, sobre todo en aquellas marcadas por un fuerte impulso ideal. A veces, llega a ser un paso casi obligado en el recorrido que cada uno realiza para poder continuar con la experiencia compartida del origen. Con frecuencia es necesario recuperar el significado superando el escándalo y la desilusión. El límite y el mal no son objeción para comprometerse con los ideales más altos.
Ahora bien, ante la muerte del amigo, las cosas urgentes que teníamos entre manos se redimensionan, mostrando su vanidad. Pero también nuestras pasiones pierden intensidad y los hechos de una relación importante se muestran bajo una perspectiva diferente. Habrá tiempo para mirar hechos y sentimientos, pero el hecho es que una fase concluye y es inevitable hacer un primer balance de lo que ha supuesto esa relación.
Entonces, puede empezar a emerger lo más relevante de la historia de esa relación. Se nos invita a tomar en serio la base de nuestro vínculo, la promesa inicial que lo hizo posible. ¡Qué impresión produce observar que el impulso que nos permite seguir esperando viene de aquella misma promesa! Después de los vaivenes de toda una vida, aquel impulso genuino y precioso que nos caracterizaba desde jóvenes es ahora una certeza verificada que nos introduce en una nueva espera. Nos impulsa hacia la misma luz en la que está envuelto el amigo. De este modo, la eternidad se asoma en el tiempo e ilumina el presente en el que seguimos ocupados. La eternidad permite que el presente se encamine hacia una nueva posibilidad de cumplimiento, esta vez definitivo.
Así, recuperamos, quizá poco a poco, la energía de una mirada irónica, también sobre cuestiones que siguen abiertas en nuestras relaciones. Como una sonrisa que, ante el amigo, expresa: «Nos volveremos a ver, ya hablaremos».
«Mi vida está profundamente marcada por las relaciones a las que he pertenecido, que me han proporcionado felicidad y tristeza», escribía Eugenia Scabini al expresar con esa delicada sensibilidad cómo hubo relaciones afectivas que se convirtieron en el motor más auténtico de su investigación científica. Pero «la vida es más grande que las imágenes que nos hacemos y las relaciones más profundas de lo que aparecen en las decisiones conscientes». Esta mirada pacificada nos renueva y nos impulsa hacia nuestra tarea con una serenidad más madura, en una dependencia de Dios más alegre, incluso cuando siguen quemando las heridas provocadas por los hombres en la tierra.
Imagen: durante el retiro de la Casa de formación en Asís.