Jia En es un joven con una enfermedad tumoral desde los diez años. Acaba de cumplir dieciocho y en el examen que permite el acceso a la universidad ha conseguido una nota muy buena que le permite hacer la carrera que le gusta. Muchos de los estudiantes que conocemos no consiguen estudiar lo que querrían. Desgraciadamente, Jia En no logra ir un solo día a clase, porque su enfermedad ha alcanzado una fase terminal que elimina toda esperanza humana. Su tía, Hui Jun, que viene a la parroquia y a Escuela de Comunidad desde el 2009, me dice que su sobrino está muy grave y que está ingresado en un hospital de Taipei. Me pide que vaya a verlo para confortarlo, hablar con él y con sus padres. Entiendo que la situación es grave y decido coger la moto para ir a verle en el hueco de dos horas que tengo libre entre las clases de la mañana y de la tarde. A la una y media llego al hospital. En la habitación están con él su padre y su madre. Ha crecido mucho desde la última vez que lo vi. En bachillerato solía venir al grupo de jóvenes de la parroquia, aunque no vivía cerca. Durante la pandemia, cuando la enfermedad empeoró, dejó de venir. La madre me dice que Jia En aún recuerda con nostalgia la pasta que les cocinaba. Está sentado en la cama, rapado, con dos sondas de oxígeno en la nariz. Tiene un pijama de gatos rojos, en su pecho veo cicatrices, señales de las operaciones que ha sufrido durante ocho años de tratamiento. El tumor del hígado se ha extendido por los pulmones, las vértebras y por más zonas. Está despierto y habla claramente. El padre le da un masaje en la espalda para aliviar el dolor que la morfina no consigue mitigar.
Me dice que se alegra de haber entrado en la universidad gracias a su esfuerzo y no por su condición. Cuando estaba en el grupo de la parroquia a veces su madre no le dejaba ir a alguna actividad porque, como todos los jóvenes taiwaneses, tenía que ir, también los domingos, a clases privadas de inglés o matemáticas. Antes, esto me chocaba: sabía que estaba enfermo y que no viviría mucho más, pero los padres querían que viviese su vida como el resto. En parte lo entendía. Uno no puede darse por vencido, hay que vivir y tener una esperanza en el futuro. Pero una vez le dije a su madre: «¿Por qué no queréis que venga con nosotros a las vacaciones de los jóvenes? ¿No os parece que en la vida hay cosas que son prioritarias?».
Ahora, Jia En ha crecido y está muy enfermo. Le pregunto: «¿Tienes miedo?». «Sí», me responde. «¿De qué?». «De no salir adelante». «No tengas miedo», le digo. «Abandónate a las manos de Dios. Pídele que esta cruz tenga un sentido. El paraíso es un lugar precioso, sin dolor y sin lágrimas. Un Padre nos espera, una Madre nos acoge». Rezo con él y con sus padres, y con la tía y la abuela que vienen más tarde.
El paraíso es un lugar precioso. Un Padre nos espera, una Madre nos acoge
He descubierto que incluso ante la evidencia de la muerte inminente, el hombre no se da por vencido. Todo en nosotros se revela, hasta el cuerpo reacciona para sobrevivir. Cada instante, cada latido del corazón, cada respiración pide la vida. Pero la vida que no muere solo es Cristo. Aunque uno viviese mil años, no serían suficientes para satisfacer el deseo de vida eterna que somos. Realmente, la vida es un don, un misterio. No somos dueños de nada y no hay alternativas: o somos unos pobrecillos, o estamos en las manos de Dios.
Jia En no logra superar la noche. La madre me escribe: «Se ha ido a casa, al Cielo». Le respondo: «¡Que descanse en paz! Dios lo ha acogido entre sus brazos». Cuando me encuentro con el resto de universitarios en nuestra reunión semanal, una de las canciones que han elegido de introducción es Favola de Claudio Chieffo: «No estamos juntos −les digo al final del encuentro−, para aprender algo sobre la vida o alguna que otra técnica para mejorarla. Estamos aquí para aprender sobre el sentido de la vida y no estamos solos, como dice esta canción: «Hay Alguien contigo, que no te dejará nunca, no tengas miedo, no te des la vuelta y sigue».