Uno no llega a ser santo estando solo

Un fin de semana en Roma con un grupo de jóvenes familias se convierte en ocasión de acompañarse en el camino hacia la santidad.

Hace unos meses acogimos en la Casa de Formación a un grupo de fraternidad de jóvenes familias. El número de niños superaba ampliamente el de los adultos y, por si fuera poco, casi todos tenían entre tres y once años. Durante tres días el silencio habitual de nuestra casa dio espacio a la vitalidad y alegría de pequeños y mayores.

Los días previos a su llegada pensamos en cómo dedicar el tiempo, qué visitar en la bellísima ciudad de Roma. Al final optamos por la «clásica, pero siempre nueva» visita al centro siguiendo las huellas de algunos santos como Mateo, Agustín, Mónica, Ignacio y Luis Gonzaga. Algunas madres, ayudadas por las preciosas obras de Caravaggio y la inmensa cantidad de reliquias presentes en la ciudad eterna, explicaron las historias de estos santos a la veintena de niños que traían (¡todos atentos!).

Fue un día muy bonito, en el que mayores y pequeños miraron al Cielo, más allá de las nubes grises que ese día, inusualmente, cubrían el magnífico techo azul de Roma.

Esta es la verdadera tarea de los padres: indicar el Cielo con la propia vida

Al día siguiente, Francesco, un seminarista, les explicó el mosaico de nuestra capilla. A la derecha se sitúan Andrés y Juan representados en el momento tan querido para don Giussani en el que preguntan al Maestro: «¿dónde vives?». Un detalle particular de nuestro mosaico es que los rostros de los dos santos, que van hacia Jesús, están muy cerca el uno del otro, casi se funden, como si indicasen una unidad que aumenta en la medida en que siguen el mismo Ideal. Una de las madres, al volver a casa, me envió un correo diciéndome: «Otra cosa que me llevo a casa de estos días es la imagen del mosaico de Juan y Andrés caminando juntos, como si uno fuese la prolongación del otro, porque uno no llega a ser santo estando solo».

Estas palabras me hicieron pensar en lo que había visto el día anterior estando de visita por Roma: una compañía de amigos tras las huellas de los santos, donde los padres enseñaban a los hijos el tesoro escondido de esas vidas y, al mismo tiempo, presente hoy en las suyas.

Esta es la verdadera tarea de los padres, así como la de los sacerdotes y consagrados: indicar el Cielo con la propia vida. ¿Cómo? Buscándolo y descubriéndolo en la profundidad de otras personas.

Si bien es cierto que la vocación contenida en toda vocación es la de la santidad y que es absolutamente personal, no es menos cierto que «uno no llega a ser santo estando solo», sino con otros. El camino personal siempre está sostenido por los que nos han precedido, los que nos acompañan y los que, de alguna manera, nos siguen. Estos tres aspectos de la compañía de la Iglesia son necesarios en cada paso que damos hacia Cristo.

No se puede estar juntos de un modo verdadero sin decir nuestro «sí» personal a Cristo

Pero también es verdad lo contrario. No se puede estar juntos de un modo verdadero sin decir nuestro «sí» personal a Cristo. ¿Qué significa esto? Decir sí a Cristo significa aceptar su invitación a seguirle a través de las circunstancias que nos dona. Por tanto, ante todo, implica aceptar caminar, es decir, cambiar de posición y de mirada sobre la realidad, buscando asimilarnos a Él, estar dispuestos a aceptar. En todo paso hay un momento de inestabilidad, de riesgo, de impulso hacia delante. El todo abrazando las circunstancias, hechas de acontecimientos, pero sobre todo de rostros a los que seguir, acompañar y guiar.

Esta es la tarea de cada familia, de cada una de nuestras casas en el mundo, de toda compañía vocacional. Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20). Es como decir que donde hay hombres y mujeres que van hacia Cristo en el camino hacia la santidad, ahí se puede empezar a experimentar el paraíso. No sé si es por esto o por el jardín de nuestra casa que tiene una portería de fútbol, pero uno de los niños antes de subir al coche para volver a su casa me dijo: «no quiero irme, me gustaría quedarme aquí para siempre».

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