Los primeros diez años de mi vida los pasé en Bogotá, Colombia, donde recibí el don de la fe. Mis papás me enseñaron a rezar y me transmitieron la certeza de que la vida ante todo es buena. Mi abuela me enseñó a rezar el rosario y los domingos veía a todos mis amigos, del conjunto donde vivíamos, en misa. Sin embargo, las condiciones de inseguridad fruto del conflicto civil colombiano, llevaron a mis papás a tomar la decisión de buscar un lugar “más amable” para la familia y emigramos a Vancouver, en Canadá. Fue allá donde tuve la primera intuición clara de que Dios quería que fuera sacerdote. Un fin de semana, mis papás me llevaron a visitar un internado benedictino para decidir si quisiera ir a terminar mi colegio allá. Apenas llegamos, encontramos las puertas cerradas por ser de noche, pero noté que había una ventana con las luces prendidas. Decidí golpear en la ventana y llegó el rector, quien me dijo: “Entra por la ventana”. Sorprendido, me despedí de mis papás mientras él, sonriendo, continuó: “Bienvenido, cuando seas sacerdote, podrás decir que entraste al seminario por la ventana”. Quedé con la boca abierta: fue en ese momento que caí en cuenta que se trataba de un seminario. Ese fin de semana en el seminario, pude ver la vida de servicio de los monjes: las laudes temprano y el trabajo en el campo. Era un tipo de vida que me fascinaba y al mismo tiempo me asustaba. Cuando regresaron a recogerme mis papás, les dije que no quería ir a ese colegio. En realidad, me puse a pensar: “Será que Dios quiere este tipo de vida para mi?”
Poco después, luego de trasladarnos a Washington D.C., donde mi papá encontró un mejor trabajo, me encontré en otro colegio benedictino. Me surgieron nuevos interrogantes que no respondían a las preguntas, que como joven, llevaba en el corazón: “qué sentido tenía que nos hubiéramos trasladado a Estados Unidos? La guerra, en un primer momento y las oportunidades de trabajo en segunda instancia, nos habían llevado hasta allá, pero estos hechos no eran suficientes: buscaba una respuesta definitiva. Me preguntaba si era posible ser feliz ahora en este mundo y no tan solo algún día en el cielo. Al no encontrar las respuestas a estas preguntas, decidí dedicar todas mis energías a estudiar, pensando en regresar un día al Canadá.
Sin embargo, durante mi último año de colegio, mi vida cambió de manera impredecible: al llegar al colegio, el primer día, conocí a cuatro estudiantes italianos de intercambio, que fueron a cursar ese año en mi curso. Sentí de inmediato una atracción especial hacia ellos, quienes me ofrecieron su amistad sencilla y contagiosa. Un día, antes del almuerzo, me invitaron a rezarle a la virgen mediante una oración muy bella que no conocía: era el Ángelus. Intuí que al centro de sus jornadas estaba presente la fe, y me impactó poderosamente su alegría. Al final del año, me encontré en paz con migo mismo: entendí que no tenía que irme a ningún otro lado para ser feliz, me bastaba estar con ellos. Allí encontré la respuesta a mis preguntas: había dejado mi país natal para encontrarlos.
Nuestros caminos tomaron cursos distintos: yo terminé en la universidad en Vancouver, Canadá, y ellos regresaron a Italia. Antes de irse, me dijeron que su amistad era para siempre y tenía un nombre: Comunión y Liberación. En consecuencia, cuando llegué a Vancouver, busqué y encontré nuevos amigos que pertenecían a ese movimiento: caras no conocidas, pero familiares. Durante mis cinco años de universidad, entendí que la posibilidad de entregar mi vida a Dios, algo que nunca había dejado de desear, había encontrado un lugar donde volverse realidad. Tuve la oportunidad de compartir todo con ellos: desde la pasión por el estudio hasta una buena comida y una buena cerveza. Entendí que la fe tiene que ver con estas cosas, es más, las hace más bellas: nos dan la posibilidad para afirmar nuestra pertenencia a Jesús, aquel quien nos permitió estar juntos. Gracias a su compañía, sentí la necesidad de compartir la belleza de una vida así y pedí entrar al seminario de la Fraternidad San Carlos: la casa que me acogió para abrazar la vida con todos, sea en una comunidad conocida y cercana o en los confines más extremos del mundo.