Recuerdo la primera vez cuando, con dieciséis años, pensé para mis adentros: “¡Pero! La vida de cura al fin y al cabo no está tan mal…”. Había conocido un sacerdote salesiano con quien había nacido una bella amistad. La intuición de que hubiera podido ser feliz con una existencia como la suya me fue sugerida viendo cómo él vivía con alegría y pasión la misión entre los jóvenes. Pero los tiempos aún no estaban maduros. Más tarde el Señor me hizo el regalo de enamorarme de una chica con quien compartí los años de la universidad; y ya no pensé en ello. Recuerdo sin embargo algunos encuentros con misioneros que de vez en cuando pasaban por la parroquia, trayendo relatos e imágenes de países lejanos en los que vivían. En mí se despertaban curiosidad y temor, porque me sentía de alguna manera interpelado personalmente, como si me estuviesen diciendo: “¿Y tú? ¿No quieres venir?”.
En el umbral de la decisión para el matrimonio, me di cuenta de que la vida, tal como la había imaginado hasta entonces, de repente ya no me bastaba. Así forcé un punto y aparte, interrumpiendo una historia que parecía dirigirse a una dirección especifica. Ya no la sentía mía (esa dirección, ndr), pero aún no sabía qué hubiera empezado a escribir en la nueva línea. Los años del doctorado fueron cuando el Señor me mostró qué proyecto tenía sobre mí. Después de un año de soledad y de oración, Él volvió a escribir mi vida con caracteres nuevos e inesperados, y me dio la gracia de tantos amigos con quien compartir la vida y la fe: encontré el movimiento de Comunión y Liberación.
La belleza y profundidad de las nuevas amistades, el encuentro con el carisma de don Giussani que me hizo redescubrir la razonabilidad de la fe recibida en la familia, la fascinación de una propuesta de vida unitaria y totalizante cuyo centro es la persona de Cristo me fascinaron y me acompañaron finalmente al encuentro con algunos sacerdotes de la Fraternidad de San Carlos. Así volvió a surgir la intuición que había tenido de pequeño. En esos sacerdotes, que habían dejado su tierra, los amigos, el trabajo…para ser misioneros, me impresionó sobre todo la experiencia de plenitud que vivían. El vacío dejado por el sacrificio que el Señor les había pedido se había llenado con ese ciento por uno sobreabundante que Jesús prometió a los que lo siguen. Empezó entonces una verdadera lucha entre yo y el Señor: cuanto más Él me fascinaba y me atraía a sí, como el mar atrae el ojo de quien se encuentra en la orilla, tanto más yo me retraía atemorizado frente a un horizonte demasiado grande y me agarraba a la sensación de seguridad que viene de la impresión de tener todo controlado, el poder de decisión sobre la vida.
Sentía que, si hubiese tomado el mar, el timón hubiera estado en las manos de Otro. Pero el Señor ya me había preparado una ayuda: una queridísima amiga de la comunidad de CL de repente me comunicó que entraba como novicia en una casa de los Memores Domini. El descubrimiento que en un corazón cercano al mío había ocurrido la misma lucha, el ver con cuanta alegría y serenidad esta persona había decidido seguir a Cristo, fueron para mí una provocación y una ayuda a fiarme de Él. Hoy Su fantasía me ha llevado a Budapest, donde he recibido el don de una casa con tres hermanos y nuevos amigos junto a quienes crecer en el reconocimiento de Su presencia en mi vida. Aquí descubro que, en abandonarme a Él y a su voluntad, está mi felicidad.
(Michele Baggi, 34 años, originario de Friuli, está destinado en la casa de Budapest. A la izquierda, en la foto, lo vemos delante del Puente de la libertad, en el corazón de la capital húngara)