La parroquia de Nuestra Señora de las Aguas en Bogotá ha sido confiada a la Fraternidad San Carlo desde hace unos meses. Don Matteo Invernizzi, el párroco, cuenta cómo la confesión, en el centro de su relación con los fieles, lo devuelve a la esencia de su vocación sacerdotal.

Queridísimos amigos,

Han pasado unos meses desde nuestra entrada en la parroquia de Nuestra Señora de las Aguas en Bogotá, Colombia. Un tiempo corto, pero ya rico de encuentros y de experiencias.

Hemos reflexionado sobre como conocer mejor a nuestra gente, nos hemos preguntado de qué tenían necesidad nuestros parroquianos y hemos pensado en empezar con la confesión. Había acabado hace poco el Año de la Misericordia, no queríamos que se perdiera el rio de gracia que esta iniciativa había generado. Así, hemos desempolvado dos antiguos confesionarios que estaban abandonados en una capilla lateral y los hemos colocado en la entrada de la iglesia, al lado de la fuente bautismal. Son un poco incómodos, todavía tienen la celosía y el reclinatorio, pero ayudan a ser esenciales y humildes. Hemos decidido que durante todas las misas – tres en los días de cada día y cinco el domingo – uno de nosotros estuviese siempre disponible para escuchar las confesiones. Al comienzo, las personas no estaban acostumbradas y estaban un poco sorprendidas al vernos sentados en espera silenciosa, dispuestos a darles la bienvenida con una sonrisa. Pero pronto nos dimos cuenta de que la presencia del confesor en la entrada de la iglesia es como la del padre de la parábola, que espera el hijo pródigo en el umbral. Todos tienen una gran nostalgia de volver a encontrar el abrazo y el perdón del padre, sobre todo cuando le ven quedarse simplemente allí, en espera, sin otra ocupación más que esperar el regreso de su hijo. Así, hemos empezado a experimentar el milagro de muchas personas que volvían a confesarse después de muchos años. Algunos de ellos incluso fueron a la iglesia sólo porque habían encontrado la puerta abierta y tenían curiosidad por visitarla.

Dedicar cada día una hora a confesar me está ayudando a no caer en la tentación del activismo: hay tantas cosas que hacer, muchas personas que encontrar, un campo bellísimo y nuevo que se abre a nuestra misión. Pero en el silencio del confesionario, esperando que entre por la puerta de la iglesia el hijo pródigo, vuelvo continuamente a la esencia de mi vocación sacerdotal: soy un padre que espera al hijo, soy un sirviente que espera el regreso de su amo, soy un pecador que Dios escogió como instrumento de su misericordia.

Un día, después de la última misa de la tarde, estaba cerrando el portón de la iglesia. Ya habían salido todos, dentro sólo quedaba una señora. Yo intentaba hacer ruido – la puerta chirría bastante, es genial para avisar a los rezagados – pero la señora continuaba imperturbable con sus oraciones. Al final, se levanta y se acerca. Justo en el umbral, me pregunta a quemarropa: “Padre, ¿por qué debemos confesarnos? ¿Por qué debo pedir perdón?”. Por gracia de Dios, en lugar de contestarle de golpe con alguna frase genérica, me paré a tiempo, pensando en las razones de una pregunta como esa. Luego le dije simplemente: “Yo me confieso porque necesito de la misericordia de Dios, de sentir su ternura”. Entonces esta señora empezó: me habló de ella, de las dificultades de su vida, de la fatiga de sobrellevar sola tantos pesos y de la incomprensión que había encontrado cuando se había confesado en otras ocasiones. Sus ojos se llenaban de lágrimas mientras se derretían los nudos del alma y pasaba del resentimiento al dolor por la falta de amor en su vida. Al final, de pie en el umbral de la iglesia, mientras alrededor había un gran silencio, sin decir nada le puse las manos sobre la cabeza y recité.

 

Matteo Invernizzi, sacerdote desde 2005, está en misión en Bogotá. En la foto, una plaza de la capital colombiana.

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