Hacemos caritativa para aprender la mirada que Dios tiene sobre el hombre.

Desde hace dos años voy los sábados por la tarde con algunos amigos a una residencia de ancianos en las periferias de Roma. Es un privilegio poder dedicar parte de mi tiempo a estos ancianos. Ante todo, esta experiencia ha conseguido cambiarme por aquello que en el seminario llamamos la «objetividad del gesto»: si hubiese ido a la residencia solo cuando tenía ganas, no habría podido contar mi cambio. Es la fidelidad a esta cita lo que ha permitido una maduración. He aprendido a reconocer a la persona que tengo delante como algo «sagrado» y a desear mirarla cada vez con mayor profundidad. De hecho, la intensidad de una relación no se mide por las palabras sino por el modo con el que se miran el uno al otro.
Pongo un ejemplo. Siempre me sorprende una cosa: la diferencia entre el aspecto desaliñado de muchos ancianos cuando les tengo delante y sus rostros, cuidados y sonrientes, de las viejas fotos que tienen en sus habitaciones. Me viene a la mente la frase de un profesor nuestro: «Dios consigue mirarnos en toda nuestra totalidad, nos mira como somos ahora del mismo modo que cuando teníamos dos años o cuando tengamos setenta». Entonces, mi imaginación recompone de un modo verosímil trozos de vidas: la anciana sin dientes, con el pijama manchado, es también una joven radiante que entra en la iglesia vestida de blanco del brazo de su padre; el hombre encogido en la silla de ruedas es el niño sentado sobre las piernas de sus hermanos mayores. Pensar en su pasado sería un mero ejercicio de imaginación si no me abriese a su futuro: porque alguien les ha querido y les está esperando. Es un recorrido que me permite llegar a la conclusión de que quien tengo delante es «cosa de Jesús». Como el caso de Pietrina, de 99 años, casi ciega y sorda. Al reconocernos siempre dice lo mismo: «¡Seminaristas! ¡Los amigos del sábado! y el rostro se le ilumina. Cuando alguien te mira con una admiración que parece desproporcionada con respecto a la realidad, te das cuenta de que está viendo en ti algo que es sagrado. Aquí se encuentra la paradoja de la caritativa: nosotros les llevamos lo que hemos venido a buscar.

 

(En la foto, un momento de la caritativa en una residencia).

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