La relación con cada persona y el atractivo por un modo de vivir más humano están en el centro de la misión. Un testimonio desde Rusia.

Vivo en Rusia desde hace más de 20 años. Aún era seminarista cuando crucé la frontera del país. Fue el 28 de junio de 1998 y en septiembre de ese año me ordené diácono. Aún está vivo en mí el sentimiento que tuve por entonces ante el primer impacto con este país, para mí desconocido y nuevo. Descubrí un lugar bonito, pero descuidado, decadente, abandonado a sí mismo. Don Massimo, que era el superior general de la Fraternidad por entonces, antes de que me fuese de misión a Novosibirsk me dijo: «No te olvides de que te envío a un país donde es necesario reconstruir lo humano y la razón. Esto solo es posible en la relación con cada persona, una a una, no con las masas. No te midas en función del número, de los resultados, porque es un trabajo que necesita años, del que quizá nosotros no veremos sus frutos». Son palabras que he custodiado y custodio en el corazón. Aún no podía comprender su peso, pero la misma realidad me las ha desvelado y me las sigue desvelando hoy.
Recuerdo que el día en que llegué a nuestra casa de Novosibirsk (un edificio de cemento armado con 365 pisos) tuve que pasar por encima de un hombre borracho tirado en la entrada del ascensor para poder subir. Es como si Jesús, desde el primer instante, quisiese hacerme entrar en la profunda herida humana del pueblo al que me había enviado, no explicándomela sino mostrándomela. Cuando entré en nuestro piso, sencillo, bonito y ordenado, fue como ver la victoria ya en acto sobre aquella herida. Años más tarde tuve el mismo pensamiento cuando entré por primera vez en el pequeño piso de una amiga nuestra, una chica que había conocido el movimiento durante los años de la universidad: fue como ver una pequeña perla en mitad del deterioro que normalmente tenía delante. Una pequeña flor nacía en el tronco de nuestra presencia. La belleza, al igual que el amor, no nace de nuestras propias manos. Es más bien una respuesta a lo que has experimentado. Sucede de la misma manera con la humanidad, que no florece por un proyecto sino al dejarnos contagiar por el atractivo de un modo de vivir que se vuelve misteriosamente deseable para uno mismo.
En una sociedad donde la figura del padre está ausente, sentirse objeto de una atención gratuita por parte de un extranjero hace que se atraviese la costra de la resignación. Conocí a Andrej en el 2006, en la cárcel de Tagucin, un pequeño pueblo a 100 km de Novosibirsk. La amistad con él nació al hacerle una simple pregunta: «Andrej, ¿necesitas algo?». Sus ojos, melancólicos y tristes, me inspiraron esta pregunta. «No, padre», me respondió. «Gracias, ¡no necesito nada!». Yo me quedé sorprendido. Al cabo de un tiempo, recibí una carta en la que se disculpaba de aquella respuesta que le había parecido maleducada. También me decía que en su vida nadie se había dirigido nunca a él de ese modo. En este hecho, Andrej había redescubierto su dignidad y desde entonces no dejó de expresarme su gratitud. Ahora ya no me escribe ni responde a mis mensajes. En los últimos años enfermó gravemente de tuberculosis y su silencio me hace temer que esté muerto. Si es así, ahora ya sabe cuál es el origen de aquella simple pregunta. Y puede gozar sin fin de aquel abrazo, bálsamo para las heridas, que tanto ha deseado y que todos desean.

(Giampiero Caruso es sacerdote desde 1999. Es capellán en el comunidad católica italiana en Moscú, Rusia. En la foto, una calle de la ciudad).

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