La casa es el lugar donde no se teme afrontar juntos la verdad.

Este verano pasé un periodo de vacaciones en mi casa, en Colonia. Sin embargo, sucedió un hecho imprevisible y doloroso. Peter [nombre inventado, nda], que llevaba mucho tiempo enfermo de Alzheimer, había decidido recurrir al suicidio asistido. Optó por la única forma de eutanasia que hasta hoy está autorizada en Alemania, en la que el paciente, acompañado de una terapia farmacológica, deja de comer y beber. Peter llamó a amigos y conocidos –entre los que yo me encontraba– y anunció su decisión. Muchos amigos intentaron disuadirle. En cambio, otros muchos estuvieron de acuerdo con el paso que quería dar e incluso intentaron teorizar acerca de su legitimidad.

Al cabo de unos días de mi vuelta a Italia me llegó la noticia de la muerte de Peter. Me sentí profundamente inquieto ante mi impotencia por su elección y ante la pregunta de si había hecho lo suficiente para testimoniar la belleza de la vida, el sentido que puede tener el ofrecimiento del dolor y de la enfermedad por los seres queridos. Durante una cena en la casa donde vivo con los hermanos de mi año de seminario, les expliqué mi dolor. Uno de ellos me indicó de manera paciente, casi paternal, que el concepto de libertad que yo atribuía a la decisión de Peter era erróneo. La libertad –me dijo– no consiste en poder hacer lo que el Estado permite sino la adhesión al Bien y a la Verdad. Después me hicieron preguntas para entender realmente qué había hecho para ser testigo de este Bien. Me sentí amado por entero y mi corazón se llenó de una gratitud inmensa. Fue como ser tomado de la mano por estos hermanos y me sentí acompañado en lo más íntimo, hasta llegar al fondo de las razones de mi inquietud.

He visto potentemente que no hay nada, ninguna falta o pecado, que no pueda ponerse delante en casa. Este descubrimiento ha traído una gran paz en la que mi corazón puede descansar verdaderamente, no porque todo haya ido bien (creo que podría haber hecho más), sino porque no estoy solo. Pase lo que pase, puedo confiar plenamente en los rostros que Dios me ha donado como hermanos y que me acompañan en cada fatiga. De esta manera, la casa se convierte en el lugar donde curarnos.

 

(Imagen: vista de Colonia, Alemania).

 

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