Al terminar el primer año de seminario, nos piden a todos los seminaristas escribir la propia vida. Es un trabajo que nos permite a cada uno volver a los hechos fundamentales a través de los cuales Dios ha madurado la idea de la vocación. Es un trabajo de memoria y gratitud.
Con ocasión de la ordenación, querría volver a mirar estos hechos, consciente de que la riqueza de estos treinta años no puede ser recogida en pocas líneas. Me disculpo de antemano con los lectores. Por motivos de espacio, no podré ofrecer muchos detalles sobre las personas de las que hablaré. Pero no creo que esto sea un problema. En el fondo, ¿quién conoce los detalles de la vida de Eliakim o de Abiud, dos de los muchos nombres de la larga genealogía que aparece al inicio del evangelio según san Mateo? Y, sin embargo, son nombres esenciales, porque cada uno de ellos es un escalón que lleva a Cristo. Creo que este inicio también es válido en mi caso. Cada nombre es como un escalón que me ha llevado a Cristo. En todo caso, estoy seguro de que los interesados podrán reconocerse en mis palabras.
Ante todo, está la familia: mi abuelo Giovanni, mi madre Silvana y mi hermana Laura. De ellos aprendí que cada hombre necesita una casa, un lugar donde se manifieste la fuerza regeneradora del amor gratuito. Mi vida hasta hoy sería incomprensible sin mirar esta primera llama que surgió entre los muros de mi casa.
Después, la profesora Benedetta, que al final del bachillerato me ayudó a recuperar la asignatura de matemáticas y me hizo conocer el movimiento. Le agradezco no haberse limitado a las meras clases.
Durante los años de Arquitectura en Ferrara, gracias a Angelo y a Giovanni descubrí qué es la amistad. Siempre he pensado que si hubiesen entrado en el seminario conmigo ¡habríamos convertido una nación entera! Dios tenía otros proyectos. Actualmente, vivo en Washington, estudio temas relacionados con el matrimonio y la familia, y los miro a ellos, a sus mujeres e hijos, como ejemplos luminosos de lo que significa una familia.
Doy las gracias a Carlo y a Pia, que siempre han abierto la puerta de su casa cuando lo necesitaba. De ellos he aprendido el amor y la dedicación a la Iglesia, al movimiento y a cada hombre.
Enrico, Davide y Fabrizio me han enseñado que la caridad es la forma más noble de emprender.
Además, está don Marco, misionero en Bolonia. Gracias a él, a su amistad paterna, la idea del sacerdocio se hizo carne, la posibilidad real de una vida plena y feliz donada en el servicio a Cristo y a los hombres. Respecto a los años del seminario, doy especialmente las gracias a Paolo, Francesco, Giovanni y Michael. Su enseñanza, su gran paciencia y su paternidad han guiado y sostenido cada uno de mis pasos. Pero, por encima de todo, lo que ha encendido en mí el deseo de dar mi vida a Cristo día a día ha sido mirar su camino personal de santidad, vivido en comunión con nosotros.
Para terminar, doy las gracias a mi actual casa de Washington, a Antonio, Roberto, los dos José y Stefano. Hoy son los custodios de aquella primera llama que surgió en la familia. A medida que pasa el tiempo −detrás de estos rostros, «mis» rostros santos−, el gran Rostro se vuelve más nítido. «Se vuelven», como canta Chieffo, «Uno, se convierten en Ti, Padre grande y bueno, que por amor has empezado el juego».