Acompañar y sostener a las personas que se nos confían, siguiendo el designio de Dios sobre ellos, es la tarea de todo educador. Un testimonio desde Alemania.

Era el último día de nuestras vacaciones de verano en Baviera. Después de una semana intensa de juegos, excursiones, cantos, oración y lecturas de Las crónicas de Narnia, volvíamos a casa. Entre el entusiasmo generalizado, quedaba la pregunta sobre Carl, el único chico que no quería venir a misa. Tenía doce años y una historia difícil a sus espaldas. Separado junto con su hermano de los padres, había sido acogido por una señora de mediana edad, la cual, al haber conocido a una familia del movimiento, intentaba llevar a sus hijos a cada iniciativa nuestra. Normalmente, Carl era uno de los chicos más complicados del grupo, inquieto, necesitado de atención y afecto. Pero al mismo tiempo, era uno de los que más se adhería. En las vacaciones o en cualquier viaje largo en tren, muchas veces le veía hablando, jugando o entreteniéndose con las personas con las que iba.

En esta ocasión, después de una larga discusión, llego con él a un acuerdo: viene con nosotros al pueblo, pero durante la misa puede quedarse fuera de la iglesia. Él, malhumorado me sigue, e igualmente malhumorado, entra inesperadamente en la iglesia. Durante la homilía, retomando la historia leída y el evangelio del día, pregunto a los chicos: «Pero, ¿vosotros creéis que existe un amor tan grande, que sea más fuerte que la muerte? ¿Estaríais dispuestos a dar la vida por vuestros amigos como Jesús?». Mientras algunos sacuden la cabeza un poco perdidos, otros dicen que están ciertos, que estarían dispuestos, aunque probablemente no entiendan bien qué implique esto. Mientras tanto, Carl cambia completamente de cara, levanta la mano y casi se pone de pie sobre el banco para atraer la atención y decir que también él estaría dispuesto a darlo todo por sus amigos. Al acabar la misa Carl me espera. Quiere acompañarme a casa. A lo largo del trayecto me pregunta: «Davide, ¿sabes qué he pedido en misa? He pedido a Jesús que me de sus estigmas, porque quiero saber qué sintió». Me quedo sin palabras, estoy muy sorprendido. Carl me recuerda que estamos llamados a custodiar y reavivar la llama que Dios mismo enciende en el corazón de los chicos. Y también en el de los adultos.

Hace poco recibí un mail de un joven matrimonio, recién trasladado cerca de nuestra parroquia, preguntándome a qué hora celebraba la misa. Aprovecho la ocasión y voy a cenar a su casa para conocerlos mejor. La familia de Sophia viene de Antioquía, son greco-ortodoxos. La familia de Manuel es católica, son españoles. Ambos nacidos en Colonia, se conocieron en el colegio, pero hicieron las cosas bien y se fueron a vivir juntos únicamente después del matrimonio. Como tantos otros aquí, tienen algunas categorías claras sobre la fe, mezcladas al mismo tiempo con otras ideas extrañas. Ella había descubierto la fe en los últimos años y arrastra al marido en su búsqueda. Cuando nació su primera hija, me pidieron bautizarla a pesar de que Sophia tenía un tío cura ortodoxo que vive en un barrio cercano. Después de su último encuentro con otras familias decidieron hacer un recorrido para redescubrir qué les sucedió a través del sacramento celebrado hace pocos años. Cada uno tiene su historia. Nosotros estamos llamados a secundar la paciencia de Dios y acompañar a las personas que se nos confían, desafiando su libertad y sosteniendo los pasos que dan.

 

(Davide Matteini, 37 años, sacerdote desde el 2015, es capellán de la pastoral de Kreuz–Köld–Norte. Imagen: vía crucis en Colonia con la comunidad del movimiento de CL).

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