La historia de Stefano Zamagni, sacerdote ordenado el 26 de junio, misionero en Washington DC.

Nunca había pensado en la vocación antes de ir a visitar a los monjes de la Cascinazza. Era estudiante de Filosofía en la universidad de Turín y un par de años antes me había acercado a la compañía de Comunión y Liberación. De cara al futuro, quería ser periodista y tener una familia. Miraba este proyecto con expectativas, con la esperanza de que su realización me llevase a lo que deseaba por encima de cualquier cosa: ser feliz. Por tanto, solo el pensamiento de dejarlo todo −trabajo, afectos y aspiraciones− y dar mi vida por la voluntad de otro era literalmente inconcebible. De hecho, la vocación al sacerdocio nunca ha sido una elección mía.

Era una mañana de primavera, gris y húmeda. Conducía por la autopista e iba junto con otros amigos hacia el monasterio, donde nos uniríamos a rezar los Laudes con los benedictinos. ¿Y después? Quizás nos enseñarían el edificio donde viven y trabajan. No sabía qué esperarme, de hecho, ni pregunté cuál era el plan del día. Nunca había pensado seriamente en qué consistía la vida en un monasterio. Nadie me había hablado de la virginidad ni de la consagración religiosa. Ni mis profesores de los colegios públicos −de los que había recibido una formación humanista excelente−, ni mis padres, que me habían dado a conocer a Dios y enseñado a rezar. Gracias a ellos tenía fe, pero era una fe que no se había transformado en cultura. No imaginaba que la fe debiese tomar una forma concreta o, dicho de otro modo, que la vida tuviese que dejarse moldear por la fe. Por eso, aquel día, al cruzar la entrada del monasterio, no esperaba toparme con esa fe auténtica que es fuente de cultura.

Tengo pocos recuerdos de este primer contacto que tuve con la vocación religiosa. La campiña lombarda y las sencillas casas rodeadas de naturaleza. La humilde capilla del monasterio −pequeña en comparación a cómo la había imaginado−, la atención de las miradas sobre el breviario. Después de la oración común, nos condujeron a una estancia situada en el otro extremo del monasterio. Esperamos durante unos minutos, a la espera de que viniera algún monje. No recuerdo todo lo que Fabrizio decidió compartir con nosotros aquella mañana. Era licenciado en Arquitectura, había dejado trabajo y novia para unirse a la comunidad de la Cascinazza. Una decisión absurda, inconcebible desde mi punto de vista. Sin embargo, aquel hombre insistía al decirnos que no se había perdido nada, desde los años de estudio hasta el amor por la novia. Es más, decía que Dios había cumplido todos sus deseos. El rostro testimoniaba la verdad de sus palabras. Aquel hombre había renunciado a todo lo que el mundo podía ofrecer, y, no obstante, era feliz. Más feliz que yo.

Me fui sin conocerle personalmente. Su persona me atraía, pero por algún motivo me mantuve apartado, distante. Tenía miedo de las consecuencias que aquella presencia habría provocado en mí. Aun así, justo cuando salía del monasterio, en la misma entrada, me vino una pregunta a la mente, de un modo tan inesperado y con tanta fuerza que no pude evitarla. Con la distancia de los años, recuerdo las palabras exactas que me susurré a mí mismo: «Pero si Dios te pidiese hacer lo mismo, es decir, dejarlo todo para donar tu vida a Él, ¿estarías dispuesto a decir que sí?».  Teniendo en los ojos la belleza de una fe vivida con radicalidad y alegría, respondí de inmediato: «Por qué no…». La fe se había hecho cultura, encarnándose en aquel rostro y en aquel lugar. «Pero no, no es para mí», añadí. Era demasiado tarde. La llamada ya había entrado, a través del resquicio de un «por qué no» leal que había dejado abierto.

 

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