Nací en la tranquilidad de la Bassa reggiana, donde la fe clara y el corazón sencillo de mis padres abrazaron mi vida desde su comienzo. A los trece años, no obstante, comencé a desear con sufrimiento que alguien viniese a salvarme. De repente, los ambientes que frecuentaba fuera de mi familia dejaron de serme amigables. Fue ciertamente entonces cuando encontré la amistad de jóvenes de la parroquia. Me encontré amado, estimado y rodeado de personas grandes y fascinantes. No me separé ya más: poco a poco, decisión tras decisión, la convivencia con ellos dio paso al reconocimiento de una pertenencia profunda, cuyas raíces venían de mucho más lejos de lo que yo pensaba.
En el corazón de aquella experiencia estaba Cristo, que daba espesor y contenido a la vida que brillaba ante mis ojos, un espectáculo de unidad que florecía en los años en torno a la guía apasionada de don Romano.
Comenzando a estudiar Letras Modernas en la Universidad de Parma, encontré a los chicos de Comunión y Liberación y me ligué a ellos para siempre. El primer año fue literalmente un anticipo del paraíso. Estaba rodeado de personas que me querían porque estaban enamoradas de Cristo, hasta el punto que muchos de ellos decidieron después consagrar a Él toda su vida, algunos en la gran familia de la Fraternidad san Carlos.
Yo, mientras tanto, continuaba diciendo “no” a una Presencia que, con fantasía, vino a provocarme en varias ocasiones, pidiendo mi “sí”, la disponibilidad a dejar que Cristo tomase mi vida para hacerla grande. Una vez llegaron a mi parroquia cinco frailes para una intensa semana de misión para jóvenes. La tarde en la que se fueron, mientras les veía amontonarse en un coche pequeño apenas iluminado por una luz interior, pensaba: “¡Qué bello sería vivir una vida así!” Algunos días después, llegó una carta de su superior que, siguiendo una intuición, me preguntaba si no estaría interesado en la vida que ellos vivían. Asustado, dije que no y no lo pensé más.
Pero a la vez, gracias a Dios, había dado algunos “sí”, a través de los cuales pudo hacerse cada vez más sólida la experiencia de abandonarme a Cristo, de arriesgar todo a Sus discretas sugerencias y descubrir no ser engañado sino, por el contrario, ser introducido en un nuevo y más grande abrazo: esto sucedió con la elección de una facultad arriesgada, por sus pocas posibilidades laborales, o nuevamente con la aventura del noviazgo que duró más de tres años.
Entonces llegó el momento de la gracia que me abrió a la llamada de Dios y a una seria verificación. Aquí mi vida comenzó a florecer, desde las relaciones más estrechas hasta el trabajo en la escuela como profesor: en aquel ámbito, me sorprendía ver cómo, en un abandono sin reservas, el Señor hacía de mí un signo luminoso de la alegría que me concedía vivir.
Todo aquello confirmó la veracidad de aquel camino, cuyos senderos y señales, poco a poco, me llevaron a la Fraternidad san Carlos, atraído particularmente por la belleza de la vida en común, de la pertenencia a mi misma historia y por las personas, notablemente cambiadas y al mismo tiempo, con evidencia sorprendente, normales, ellos mismos.